jueves, 20 de junio de 2013

Nunca pasa nada

Todo el día estuvo pensando en la noche anterior. Había salido como de costumbre, con la única pretensión de tomas unas copas, de hablar de lo divino y de lo humano y de volver a tiempo para poder aprovechar la mañana del día siguiente. Son objetivos claros y recurrentes, aunque difíciles de cumplir a rajatabla. Todo iba bien hasta que apareció ella no se sabe de dónde ni con quién.

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A primera vista, aparentaba menos años de los que ya tenía, pero aun así vestía una madurez muy poco común en mujeres de su edad. Vestía unos vaqueros gastados, zapatos de tacón, camisa de seda. El pelo suelto, las ideas ordenadas, el corazón alborotado, la palabra ágil y saltarina. La sonrisa, diferente. Por ahí empezaba a confundir.

Cuando hablaba –sonriendo, claro- ponía su mano en su hombro para que le prestara la atención debida. O bien, cuando el volumen de la música hacía inviable el diálogo, acercaba su boca al oído y uno podía sentir sus labios y su aliento tan cerca que él alcanzaba a imaginar otras sensaciones lejanas. Y mientras hablaba al oído, la otra mano acariciaba el oído contiguo, aislándolo del ruido exterior.

Y en esa atmósfera que creaba, se dejaba ir a otro mundo imaginado. No sabe cómo fue que sintió su lengua en el oído. Después se le acercó con media sonrisa y lo besó levemente en la boca. Sé que fue un beso muy maricón, nos dijo después, pero quién la olvida ahora. Esperamos a que entre por esa puerta en cualquier momento. Ella tampoco ha venido. Nos sabemos si vendrá. Son un espectáculo. Él, colgado por una tía que apenas le besó. Ella, ajena a cuanto pueda ocurrir esta noche. Si viene, claro. Por si acaso, aquí estamos pertrechados entre botellas y vasos, expectantes ante el posible espectáculo, en un mundo donde nunca pasa nada.

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