viernes, 11 de septiembre de 2015

La noche (6)

El vigilante jurado vierte whisky de la botella hasta llenar la petaca. Tiene prohibido beber alcohol durante la jornada laboral, pero las noches son largas y los delincuentes eligen abordar otros locales de más alto ranking. Eso a él le relaja, aunque no se confía demasiado. Viste uniforme de la empresa, color magdalena industrial, y lleva pistola al cincho. Nunca ha disparado. No sabría o no podría. Lo mismo da. Pero es un profesional efectivo, como pocos, y responsable, por lo demás.

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Observa desde la oscuridad de este palacio de cristal cómo este hombre y esta mujer se abrazaban y cómo ahora él acaricia sus pies. Observa la escena con la incredulidad con que mata las noches todas las semanas, sin saber a ciencia cierta a dónde conducen determinados actos y cómo se gobiernan algunas situaciones. Le gusta ver la vida como si estuviera fuera de ella, como un escritor omnisciente que puede manejar a los personajes como marionetas desde su imaginación. Bebe un largo trago de la petaca. A estas horas le gusta saborear un johnnie walker negro, sin hielo, sentirlo fundirse en la garganta.

No se queja de la vida, pero la vida nunca fue demasiado generosa con él. Siempre la entendió como quien ve un escaparate, como si su propia existencia fuera algo ajeno a cuanto acontecía detrás del cristal. La vida rota en dos mitades o en varios trozos desiguales. Él, a este lado, donde nada ocurre. Los sueños, a este otro lado, inasequibles. La vida inmortalizada en una imagen quieta, una foto de nadie. El tiempo estrangulado en las manillas quietas de un reloj oxidado, colgado en ninguna pared, en el espacio que nadie ocupa, en mitad del aire, rompiendo un paisaje difuminado que percibe con precisión y que alguien ausculta con paciencia de monje por si escondiera la belleza que nadie sospecha.
Su vida siempre fue monótona, agridulce, pero con poco azúcar, un velero sin rumbo en un mar sin orillas, piensa, un caballo salvaje que atraviesa a galope un páramo verde perseguido por flashes de turistas y por ecologistas ortodoxos que, contradictoriamente, se manifiestan contra el cambio climático, como lo hizo el exvicepresidente de los Estados Unidos, Al Gore, una verdad incómoda que lo hizo archimillonario. Como escribió Martín Caparrós, la importancia que gobernantes y empresarios de los países más ricos dan a la amenaza del cambio climático –o a cualquier otro cambio- se basa en tres ventajas y tres temores: retrasar la industrialización de las potencias emergentes, cambiar el modelo energético global y ganar fortunas en el mercado de bonos de carbón. Este vigilante jurado, que lee sin asesores y por pura curiosidad, ignoraba que el mundo de Caparrós escapa al lector menos exigente y que sus innovaciones narrativas rompen el canon caduco del periodismo tradicional.

Este hombre ignora los entresijos de la academia pero sabe oler los pescados muertos en la orilla y detectar y diferenciar el brillo sutil de algunas estrellas. Esta noche no tiene estrellas, y cuando eso ocurre este vigilante jurado se pone melancólico y le aturden los sentimientos que no controla. Este café-restaurante que, de día, es un océano de luz, ahora se le antoja un lugar siniestro. Y es entonces cuando piensa que debería cambiar de trabajo y buscar otro que le permita trabajar de día y dormir a la puesta de sol. Sabe que esos pequeños detalles son los que diferencian a unas clases sociales de otras: los horarios, las apariencias, la educación, el vestir, las nóminas. El trabajo nocturno, en general, piensa, lo ejercemos los desheredados, los nadies, que diría Eduardo Galeano. Solo se suman a esta somnolencia compartida los poetas sin inspiración, los refugiados políticos, los periodistas trasnochados, los borrados sin culpa y sin solución. Este hombre sale del local y cierra la puerta. Para él, cerrar es un acto mecánico, pero cada vez que lo hace piensa quién se quedó al otro lado de la pared, sin llave, a oscuras. Las puertas, filosofa, también son fronteras. La imagen de cientos de sirios subiendo a vagones abarrotados de los desheredados de la tierra le devuelve otra imagen que no existe: Antonio Machado cruzando los Pirineos con su madre en brazos. La historia siempre se repite en otras partes, se pregunta desde su ignorancia de poeta emergente.

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