jueves, 6 de diciembre de 2012

¡Al carajo!

La mañana que lo llamaron al despacho del director general para recoger su carta de despido, se sintió tan desconcertado en la vida que había vivido hasta entonces que pensó si la felicidad podía ser posible sin una nómina mensual, un horario fijo que mancillara todas las mañanas de la existencia, tardes vacías y desconcertante en las que apenas uno acierta a ordenar un conato de paz interior. Esa misma mañana, entró a la casa, puso un cedé de John Lennon, Plastic Ono Band, su primer álbum en solitario. Después se sentó en el sillón de siempre. No se puso a pensar, como hacía siempre. Simplemente dejó el tiempo pasar, consciente de que a partir de ahora la vida era un río indomable.

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Sintió una zozobra áspera en el paladar. “Sabe a whisky robado”, dijo. Pero no supo por qué dijo eso. No obstante, no le dio más vueltas. Después de treinta y dos años de acudir cada mañana, de lunes a viernes, a la misma empresa a desarrollar un trabajo que no amaba en absoluto, no se sintió apesadumbrado. Sintió un confort incómodo en las rodillas que le subía hasta el estómago y que le apaciguaba la mirada. No le pareció una barbaridad acometer su vocación trasnochada de escribir cualquier cosa. Se sentó frente al ordenador y comenzó a escribir frases inconexas que le gustaban. “Nunca le dije que la quería, y no sé por qué no lo hice.” “Me hubiera gustado caminar sin rumbo. No importa a dónde.” “Siempre sueño con ella. Será porque nunca la tuve al alcance.” “Estoy en paro. Es jodido. Pero más jodido era mi trabajo.”

De repente, se vio reflejado en la pantalla del ordenador. No era el mismo de antes, sino aquel muchacho que vendió todas sus esperanzas a una empresa en la que no creía. No se sintió aturdido, sino desorientado. Se vio más joven: sin nostalgia en las manos, con dudas felices, los ojos bañados de sueños que revoloteaban como pájaros libres. Cuando despertó del ensimismamiento, ya se había borrado la imagen del joven que ya no era, pero tampoco encontró al hombre maduro derrotado por la melancolía que nunca buscó. Era, en cierto modo, el perfil que siempre había dejado a un lado para no desatender los deberes impuestos de una existencia desdichada y que, aunque buscó durante muchos años, nunca se lo había tropezado de frente. Ahora que veía ese rostro incrustado en su propia piel, no se vio extraño en él mismo ni tan siquiera diferente. Era como si se hubiera arrancado la piel y dejado hubiera hallado al hombre que realmente era.

Dejó de escribir, porque sabía, sin que nadie se lo advirtiera, que, para hacerlo con eficacia y eficiencia, se había necesario haber vivido. Pasó mentalmente su biografía por la memoria como si fuese un escáner minucioso de su pasado, una película de otro que detestaba, y comprendió que estaba vacía como un océano sin agua. No le abrumó el vértigo de la nada, ni el abismo de su infortunio. Buscó en el armario un equipaje suficiente, ligero, cómodo, y salió a la calle por primera vez en su vida dispuesto a invertir los ahorros de treinta y dos años en seis meses de una felicidad compacta como el hielo. En una gasolinera llenó el tanque de combustible, compró el periódico, una guía y un mapa, una botella de agua mineral muy fría, un paquete de chicles. Le sonrió a la dependienta con un gesto cómplice e inaudito en él. Cuando subió al vehículo, giró a la derecha y tomó la autovía sin una dirección concreta. Encendió la radio, pero le resultaban cansinos los informativos siempre con la melodía de una crisis financiera y económica inextinguible, que había abarrotado el corazón de todos los hogares del país. Seleccionó otro cedé de John Lennon. Mientras escuchaba Walls and bridges, recordó que alguna vez había leído que ese disco era maravilloso, uno de los mejores discos del beatle, una obra maestra del rock clásico. En ese momento olvidó su edad, su condición de desempleado, su futuro incierto, una existencia ahogada en el olvido. Puso el coche a 120 kilómetros por hora, mientras cantaba a dúo con John Lennon Whatever gets you. Sonó el móvil, pero como sabía que no se trataba de ninguna mujer, se desentendió. Después bajó el cristal del asiento del copiloto, agarró el móvil con vehemencia y lo lanzó por la ventanilla. Comenzó a esbozar una sonrisa, pero le pareció demasiado absurdo el gesto. Así que bajó el cristal de su ventanilla, sacó la cabeza y gritó, contra el viento claro de la mañana, a un cielo inmensamente azul: “¡Al carajo!”.

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