domingo, 31 de marzo de 2013

Un día ella se irá

Hasta ahora siempre dormía conmigo. Dice que un día se irá. Es lógico. Le digo que me parece bien. Y ella insiste en que se irá para siempre, hasta no vernos jamás. Le vuelvo a repetir que me parece bien si esa es su voluntad. Pero tampoco ella sabe si eso es lo que quiere. Me lo dice con su vaso de whisky en la mano y el codo apoyado en la mesa.

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Esta luz lánguida, casi en penumbras, le da a su rostro un misterio que no necesita. Y mantiene su mirada fija, pensando que así me cautivará, me arrastrará como a un esclavo tragando arena por todos los desiertos del mundo. Yo le digo que sí, que me gusta, que es posible que tal vez la quiera, incluso que podría ser la mujer de mi vida, pero que ahora mismo nada de eso importa. Y ella esboza una falsa sonrisa con la que pretende eludir cualquier alusión personal, intentando disimular que la hiero con mis palabras.

Solo quería que me echaras un polvo, no te pienses nada más, me dice alguna que otra vez. Ya lo sé, pienso para mí sin decir nada, sin importarme cuánto de verdad encierra esa frase manida. No te preocupes, le he dicho alguna vez, yo solo quería follar contigo, cada vez que te veía solo quería follarte. Todos los hombres sois iguales, me dice con certeza, todos buscáis lo mismo.

No entro en debates baldíos. Todos los hombres buscamos lo mismo. Qué buscarán ellas, pienso yo, mirando a otras mujeres que abarrotan el local con sus perfumes de Navidad, sus risas histéricas y sus piernas indomables que muestran una tersura que me deja impávido. Las mujeres siempre lo queremos todo, dice ella.

Me lo ha dicho alguna vez, sin explicarse qué quiere decir exactamente y qué significa quererlo todo. Y cómo es compatible ese sentimiento de dominio y propiedad con sus anhelos de libertad que siempre propaga a los cuatro vientos. Yo no se lo digo con la boca chica, ni con pretensiones de herir los sentimientos que ella niega tener. Le digo sencillamente que mañana no nos veremos, que pasado mañana tal vez, que la vida, sin escaleta ni guion previo, dibuja en ocasiones historias fabulosas e increíbles que me gustaría escribir más a menudo.

Me pregunta si estoy a gusto a su lado. Claro que me siento a gusto. A veces, solo a veces, pienso que no me gustaría estar en otro sitio, sino volcado en su sombra, y como buen explorador recorrer cada poro de su piel y volver de nuevo sobre el camino andado sin importarme el cansancio o la extenuación, sin importarme volverme reiterativo en el acto inalienable del amor.

Ahora que está desnuda aquí a mi lado, me dice que le gusta estar aquí, que afuera hace frío y que la lluvia trae una melancolía que embadurna la piel de una sensación que nunca nadie logrará desprenderse. No estoy para filosofías profundas en mañanas como esta. Me gusta verla sentada con el vaso de whisky en la mano y el codo apoyado en la mesa, y con la mirada interrogativa esperando que le diga que no le ocurra irse, que me moriré de pena si ella no está a mi lado.

Le miro los labios, tiene dibujada una mueca de disgusto que es sobre todo de tristeza. Quiere decir una palabra que no le sale, que no quiere pronunciar, pero que debe hacerlo para dar coherencia a sus actos. Quiere decir adiós. No le gustan las despedidas. Solo dice me voy. No hasta siempre. Sencillamente me voy. Porque en esa frase inacabada hay mucho de miedo y de duda. Se va. Es lógico. Se cuelga su bolso en el hombro. Hace ademán de pagar. Le digo que no, que la invito. Dice que me quiere, que ya nos veremos.

Una frase con el verbo en tiempo futuro, que es el tiempo que todos desconocemos, un tiempo que nadie habita todavía porque, cuando así sea, estaremos recordando un tiempo pretérito que nadie quiso. Ese futuro inmediato es también el tiempo ya vivido que pretendemos construir a nuestro antojo, aunque ahí dejemos parte de nosotros mismos, aunque andemos dando vueltas, como la aguja del reloj, a un círculo deshabitado y recurrente.

La veo abrir la puerta del bar y salir a una noche áspera y vacía. Yo me quedo sentado, mirándola caminar sola por última vez, porque ya no importa que no haya más noches con ella, porque no será igual, y porque aquí, ahora que no está, sé que el haberla tenido es mucho más que haberla soñado, y que haberla perdido solo es una sensación incierta que nos ayuda a recordarla sin rencor.
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miércoles, 27 de marzo de 2013

Vicente Molina Foix: “Nunca he llegado a las manos en el amor”

El currículum de Vicente Molina Foix no aburre: Director de cine, poeta, narrador, crítico, profesor en Oxford y autor dramático. Ahora recoge su poesía completa en el volumen La musa furtiva. Poesía 1967-2012. Este año, con toda probabilidad, se estrenará su obra teatral No pienso en otra cosa, dirigida por María Ruiz. Y a más largo plazo, la ópera El abrecartas, basada en su novela del mismo título y por la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura, con música de Luis de Pablo.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

La musa furtiva es una suerte de “biografía literaria”. ¿Podemos deducir de aquí su otro perfil: el humano?

—Sí, porque en la poesía es muy difícil enmascararse.

—Nunca dejó de escribir poesía, pero ha sido “cauto y veleidoso” en sus apariciones. ¿Demasiado respeto por el verso o andaba metido en otros quehaceres inconfesables?

—Yo creo que era una mezcla de modestia y soberbia.

—Narrador, autor dramático, crítico, director de cine, poeta, profesor en Oxford. Dígame qué falta para completar su currículum.

—Huy, yo me veo muy incompleto. Por ejemplo, no pinto. Hay escritores que pintan y cineastas que pintan. Yo solo escribo y he hecho dos películas.

—Nunca se acuesta sin haber leído un poema, porque la poesía es un “vicio consustancial al alma”. ¿Todos sus vicios son espirituales o los tiene también espirituosos?

—Tengo también espirituosos, porque tengo que añadir: Nunca me acuesto sin leer un poema y sin tomarme una copa de grapa.

—Su libro recoge también 20 años de silencio. ¿A qué dedicaba el tiempo en esos momentos de poeta furtivo?

—No lo he desaprovechado del todo, porque he escrito varias novelas, he hecho cosas de teatro aparte del periodismo e incluso me dio tiempo a hacer películas. O sea, lo que pasa es que nunca, ni siquiera cuando estaba rodando, dejaba de pensar y de escribir poesía.

—Ser poeta en España en tiempos de crisis, ¿ayuda a no extraviarse en uno mismo?

—La poesía tiene algo muy esencial. Entonces, es muy importante, en momentos en los que todo parece accidental, tener una esencia que te liga a algo como la poesía, que es lo más auténtico que sale de uno.

—Nunca abandona el teatro. De hecho, hay un proyecto sobre una obra suya que lleva la directora María Ruiz. Cuénteme.

—Ah, lo sabes. Es un secreto. Dos proyectos. Te lo digo en telegrama. Ese, que es una nueva obra mía que se llama No pienso en otra cosa. Esperemos que este año se estrene. Luego a más largo plazo, pero muy especial para mí, que es la ópera de El abrecartas, mi novela Premio Nacional de Literatura, con música de Luis de Pablo.

—“Creo en el aplauso, pero también reivindico el derecho al pateo”. ¿Lo dice por cómo está el patio de butacas de la política?

—Yo lo decía aplicado al teatro, pero ¿no es lo político un teatro?

—Después de rodar Sagitario o El dios de madera, ¿no siente nostalgia del cine?

—Sí, pero el cine cansa y hay que tomar reposo. Lo que pasa es que a veces el cine impone a los directores el reposo que algunos no quieren.

—Usted es un libertino, perro empezó escribiendo versos, a los 14 años, a la Inmaculada Concepción. ¿Estará arrepentido, le da bochorno o teme que los amigos le den la espalda?

—Yo estudié en el Colegio de la Inmaculada. ¿Qué mejor musa entonces no furtiva que la Inmaculada Concepción?

—Su próximo libro de versos se titulará Aún llueves. Apuesta por los títulos atravesados y perfectos.

—Soy un maniático de los títulos. Se supone que titulo bien, aunque algunos son mejores que otros. Ese es un título provisional pero quizás sea el definitivo. Para mí, el título es las primeras palabras de un libro. Por eso, fundamentales.

—Cuando está enamorado no habla de amor. ¿Después se pone a escribir para justificar su ausencia o se busca otra compañía?

—Bueno, trato de tener compañía después de perderla. Pero la verdad es que la pérdida amorosa a veces es más grave, más dura que otras, y me ha inspirado muchos versos de pérdida, a veces de venganza.

—Escribe usted: “Quise y pude/ quererte./ Pero pasó el tiempo,/ y con él mi deseo./ Que te quiera/ tu madre”. ¿Le llamó la madre?

(Ríe). No. No me llamó la madre. La madre no me leyó.

—Va a ser verdad, como escribe Candelas Gala en el prólogo, y usted mismo confiesa, que es un poco “gore” e “hiriente”, y que le gusta “hacer sangre”, aunque de forma contenida. ¿Algo que confesar?

—A las figuras de los amantes en el libro puedo ser un poco gore, pero he de decir que nunca he llegado a las manos en el amor.

Publicado en el diario Córdoba el 25 de marzo de 2013
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martes, 26 de marzo de 2013

Ángela Becerra: “Del Casanova hay que admirar su genialidad para poder engañar”

Escritora colombiana, ha sido traducida a una veintena de idiomas. Premio Iberoamericano de Narrativa Planerta-Casamérica 2009 por la obra Ella, que todo lo tuvo. Ángela Becerra publica ahora Memorias de un sinvergüenza de siete suelas. En 2003, publica su primera novela, De los amores negados, con la que obtuvo el Latin Liberary Aeward de la Feria del Libro de Chicago; en 2005, El penúltimo sueño, que la consagró como novelista, y en 2007, Lo que le falta al tiempo.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

Memorias de un sinvergüenza de siete suelas. ¿Con ese título alguien se sentirá aludido o agredido?

—Sin duda, más de uno.

—Su novela narra la historia de un matrimonio que se odia. Vamos, como la vida misma.

—Es una novela de un amor intenso y de un desamor intenso.

—Un triángulo donde los sueños, la pasión, el odio y el erotismo son llevados al límite. ¿Le ponen los casos extremos?

—Sí. Me gustan los máximos. Odio las medias tintas. No me gusta vivir en los grises.

—Defíname al Casanova del siglo XXI con cinco o más calificativos.

—Seductor, tramposo, ladrón, pícaro, genial, ambicioso, adictivo. Por encima de todo, seductor. Es que hasta en las trampas. El seductor se nota.

—La novela transcurre en Sevilla porque, según usted, solo en un escenario tan lujurioso podría darse esta historia.

—Bueno, esta es una novela de contrastes, y Sevilla es una ciudad de contrastes tremendos. Aquí se ven los máximos, luces y sombras, muy marcados.

—Las correrías de los gualtrapas corruptos que ilustran los diarios españoles le han ayudado a cerrar el perfil del sinvergüenza que usted dibuja.

—Claro, porque, en el sinvergüenza, una parte es el de la seducción pero otra es el de las trampas y el de la corrupción. Y en los diarios últimamente van desfilando algunos que tienen que rendir todavía cuentas a la justicia.

—“La literatura me lo da todo”. ¿También da para vivir en tiempos de crisis?

—Sí. Puedo decir en este momento que, así como al principio fue muy, muy duro, ahora puedo vivir de ella.

—El vacío de su Don Juan es no haber alcanzado nunca el amor de su vida. También en eso se parece mucho a todos nosotros.

—Hay una cosa que hace avanzar al ser humano y es la búsqueda de aquello que le falta. En este caso, este hombre ha optado por un camino tortuoso para encontrarlo.

—¿Qué tienen los golfos en su mirada que seducen sin pestañear a tantas mujeres?

—Bueno, en esos personajes hay algo que hay que admirar y es la genialidad que tienen para poder engañar. Ahí está el que la mujer sea más genial que él y pueda desmontarlo porque se queda en nada.

—¿Y eso suele ocurrir?

—Sí. Suele ocurrir que aquellas personas que tienen tanto, tanto, realmente tienen una muy baja autoestima. El que lo tiene todo y el que lo demuestra tiene muy baja autoestima.

—¿El Casanova del siglo XXI existe realmente o lo inventáis las mujeres?

—No. Ha existido en todas las épocas y siempre existirá, porque están hechos de las emociones, de las ambiciones y de querer escalar.

—El triángulo lo completa Alma, la cuñada, un personaje muy literario. ¿También aquí la literatura se nutre de la propia vida?

(Ríe). Siempre se quiere lo que no se tiene y en este caso, claro, da la casualidad de que esa cuñada ha sido el amor que él no ha podido tener de pequeño.

—Confiéseme. ¿Tanto rastro deja el odio cuando el amor ha sido auténtico?

—Yo diría que, cuando el amor no ha podido colmarse, puede convertirse en odio por la frustración.

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domingo, 24 de marzo de 2013

Carlos del Amor: “La vida a veces es una película de terror”

Periodista cultural en TVE y escritor. Publica La vida a veces, su primer libro de relatos, en el que los aspectos extraordinarios de la vida cotidiana son expuestos con sensibilidad y humor. Carlos del Amor enfoca sus crónicas en el Telediario de una manera muy concreta y personal. Colaborador en el programa No es un día cualquiera, de RNE, donde aporta una mirada diferente sobre la actualidad. Asimismo, ha cubierto informativamente los principales festivales de cine del mundo.

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—Acostumbrado a contar historias en poco más de un minuto, ¿le aturde los límites imprecisos del libro?

—Sientes más vértigo del que estás habituado. Sientes el vértigo en esos diez o doce folios que tienen cada relato y sientes la liberación de no tener tampoco que ceñirte a ese minuto y medio.

—¿Escribir fijando la mirada en el detalle de una imagen ayuda a contar una historia?

—Mucho. Yo creo que desde un detalle se puede explicar prácticamente todo, incluso la vida.

—Le inspiran las pequeñas grandes historias. ¿Esconden mejor la esencia de la vida?

—Totalmente. La vida con minúsculas, no la vida con mayúsculas, es decir la historia con minúscula, se compone de pequeños detalles y de conocer qué le pasa al vecino de al lado.

—El libro es también un homenaje a Ortega y Gasset, que inventó una palabra sin la que es imposible vivir: vivencia.

—A mí me maravilló saber que alguien es capaz de inventar una palabra como vivencia. Y una maravilla más que hasta Ortega no existía esa palabra.

—Se autodefine como “un enviado especial a la vuelta de la esquina”. ¿Es esa la guerra más peligrosa o la más próxima?

—Es la más apasionante. A la vuelta de la esquina puedes encontrar la mayor de las aventuras sin coger un avión.

—¿No le apetecería ser corresponsal en la profesión periodística para describirnos qué está pasando en casa?

—Pues es una buena corresponsalía. Es muy bonito leer tu nombre y corresponsal en casa. Un corresponsal para contar lo que pasa en casa.

—La casualidad puede, en ocasiones, transformar nuestra existencia. ¿Esos hechos fortuitos e inesperados son la espina dorsal de su libro?

—Totalmente. Yo creo que la vida es una sucesión de casualidades y que una nos lleva a la otra, y que un instante te la puede cambiar por completo.

—Cuando se le disipaba la inspiración, ¿se pegaba un chute de whisky o abría un álbum de fotos para sentirse como en la tele?

—Abría un libro de fotos, por ejemplo, de algún fotógrafo célebre, y a lo mejor lo acompañaba de un chorrito de algo.

—“La vida a veces es la mayor de las aventuras”. ¿Lo dice por los desahuciados, los parados o por aquellos otros que huyen de la sombra de un ERE?

—No. Por desgracia, la vida a veces es una película de terror.

—En su libro deja unas páginas en blanco para que los lectores escriban esas historias que no se pueden permitir olvidar. ¿Le han escrito ya alguna que sea publicable o, al menos, confesable?

—No. Me han escrito dos o tres pero creo que eran pertenecientes al plano íntimo del lector que me la enviaba. Pero creo que la gente va entrando a ese juego que les propongo: que sean coautores del libro y eso es gratificante.

—Trabaja en un medio audiovisual. Le inspira el papel impreso. ¿Cómo anda de adicción a las redes?

—Soy un adicto controlado. Es decir, las utilizo mucho. Tengo Twitter. Tengo Facebook, pero sabiendo lo que son y utilizándolas como una herramienta más que como un modo de vida.

—Improvíseme una pequeña gran historia en 140 caracteres.

—Llegó a La Apetecible y le dieron a probar un muy buen vermut. Y al probarlo sintió la esencia de quien lo había fabricado en un pueblo cercano.

Publicado en el diario Córdoba el 22 de marzo de 2013

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sábado, 23 de marzo de 2013

No hay mujer como ella

Ahora que la miro, sé que no hay otra como ella. Es cierto que cada noche vengo aquí, me siento en esta esquina solo, pido un whisky y otro whisky. No por matar la soledad, ni por olvidarla. Cómo podría olvidarla. Solo por beber. Me gusta beber sin excesos. Paladear el líquido en la boca y sentirlo bajar por la garganta, como si fuera parte mi mismo ser, que lo es, claro. Olvidarla. Imposible.

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He olvidado a tantas, he amado a tantas. Pero no sé, de otra manera. Venían y se iban. Es lo normal, ¿no? Cada una a su casa, o adonde fuera. Son libres para ir de allá para acá. Y yo me acostumbré a su libertad de criaturas nómadas. Nunca quise quedarme en ninguna parte tampoco. Me gustaba ir brazos en brazos, de colchón en colchón, de bar en bar. Sin destino. Sin ataduras. Así, la vida es apasionante. Yo advertía a cada una de los riesgos de la monotonía y de la deslealtad. Prohibido enamorarse. Solían entenderlo y solían cumplir. Con excepciones, por supuesto.

Cuando se acostumbraban eran encantadoras. Me confiaban los pormenores más indiscretos de sus vidas disolutas. Nunca pensé que sus existencias fueran tan agitadas. Uno cree saberlo todo hasta que encuentra vericuetos para asomarse a la realidad más profunda de las cosas, y descubre ahí mismo que el puro hecho de existir no es más que un tablero de ajedrez en el que todos mueven ficha, o las fichas se mueven solas por sí mismas. No sabría decir.

Algunas tenían el corazón hecho trizas por varios costados, y otras lo mantenían tan pulcro y en desuso que uno alcanzaba a pensar qué destino tendrían arraigado tan en el fondo de ellas mimas. Imposible saberlo también. El mundo de las mujeres es una partida de cartas. Da igual cuáles te hayan tocado a ti. Saben manejar cada jugada con una maestría y una constancia que no conozco en ninguno de nosotros. Cada vida de una de ellas era un puzle incompleto e inabarcable, y cada cual curaba como mejor podía esas heridas superficiales que dejan huellas indelebles en la piel: amores enconados, imposibles de borrar.

Ella, por el contrario, era distinta. Tenía un trago lento, como se degustan los whiskies caros. Una mirada quieta que te traspasaba el software de la cordura. Unos labios inocentes para morder los días echados a perder en vidas anteriores. Una piel para quedarse siempre mullido en su superficie. Unas manos solventes que te cambiaban el día. Una voz ligera o suave como el viento de la noche cuando no hay nadie. No he logrado olvidarla en estos meses y a estas alturas no creo que lo consiga.

Su cuerpo se amolda a tus formas y no hay modo de desprenderlo de tu piel. Sé que todo es un sueño. Estoy aquí sentado en el bar y de vez en cuando me pellizco el brazo para despertar de esta pesadilla que me puede. Hay otras mujeres que me llaman a deshoras para seducirme con proposiciones que nadie rechazaría con buen criterio, excepto yo que las despacho de mala manera porque perturban mis sueños de hombre enajenado.

Hay algo en ellas que las capacita para entrar en tu interior más profundo sin que tú les hayas dado paso, y ahí descubren que hay otra mujer encerrada en esas habitaciones inaccesibles a ellas. Y aún así, insisten en ofrecerte una felicidad a prueba de bombas, sin caducidad posible, sin otro contrato ni compromiso que no sea su presencia a tu lado. Y tú, mientras, solo piensas en ella.

Los hombres somos así: inmaduros, caprichosos, desequilibrados, quebrados por una mujer. Y a ellas les gustan estos hombres como nosotros que andamos sin destino de bar de bar, intentando poner puertas al olvido. Les gusta estar a nuestro lado, incluso a sabiendas de que estamos pensando en otra que ellas no conocen. Y así es peor. Porque juegan a adivinar nuestros juegos de amantes incomprendidos, a explorar nuestros sueños desencajados de toda razón, a proponernos el sentido común cuando morimos de felicidad en el absurdo más absoluto que es nuestra propia existencia de hombres colmados definitivamente, satisfechos sin razón alguna que se pueda entender.

Pero estamos ahí, pensando en ella, y ellas están pensando en nosotros, juzgando con ley el sinsentido de todo esto, la rabia insatisfecha de la desafección, la soledad más contumaz, el delirio inagotable de recuerdos inabordables. Ellas siguen ahí, esperando que cualquier día olvides a una desconocida con la que conociste en días de viento y de vino, con quien cruzaste fronteras que creías cerradas para siempre, con quien sueñas cada noche cuando todas duermen y te dejas llevar a un lugar que solo ella y tú conocéis, y ahí no hay nadie más que dos personas que, por alguna razón, cogieron caminos que se bifurcan en el horizonte y donde, más allá, solo hay tierra inexplorada.

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martes, 19 de marzo de 2013

Una mala noche la tiene cualquiera

Nunca lo había hecho, pero aquella noche decidió que para olvidarla lo mejor era sustituir su ausencia por cualquier otra mujer. Mancha de mora con mora se quita. A fin de cuentas, dijo para sí, las mujeres son todas las iguales. Sabía que se engañaba, por supuesto, pero no estaba el horno para tanta bollería ni tanta palabrería.

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Así que, convencido de haber optado por la mejor propuesta de futuro, salió a la calle dispuesto a no dejarse vencer a la primera de cambio o a la segunda derrota. Antes, se miró en el espejo con extrañeza y por primera vez supo que la juventud era un trecho dejado ya muy atrás. Unas gotas de Yacht Man le envolvieron en un aura varonil que creyó olvidada. Se colocó una americana negra sobre una camisa azul celeste, y desechó una corbata para la ocasión.

La noche todavía no anunciaba una primavera que pensaba próxima. Sabía que para una ocasión diferente debía elegir un bar de copas diferente. Y no dejó esa decisión para más adelante. Así que anduvo algunas calles hasta que encontró el lugar idóneo. No reconoció a nadie.

El camarero andaba ensimismado en la profundidad metafísica de un crucigrama irresoluble. Pese a su dedicación exclusiva, logró arrancarle unos minutos de su preciado tiempo para servirle un whisky con mucho hielo. Que la noche es larga, se decía. Pero el camarero no compartía su opinión: la noche está para los leones. Ni que lo digas, es lo único que se atrevió a decir ante el aparato demoledor de su retórica destructiva.

Dos noches más así y cierro el local, le advirtió el camarero, de quien no acertaba adivinar qué le preocupaba más en ese momento: si la situación económica, la noche desapacible o el crucigrama de los cojones. Eso sí, al ver el entrecejo, lo entendió. La crisis económica era el mal de fondo. La noche de llovizna, el malestar coyuntural. Y el crucigrama irresoluble, la puntillita en los mismos huevos. Él, que era hombre de paz, y había entrado al establecimiento con otros objetivos, dio la tertulia por concluida.

Fue en ese mismo instante cuando ella le devolvió a la realidad. Un hombre que huele a Yacht Man solo puede ser un hombre en alerta, le dijo ella. Él le dijo más o menos que no entendía, y ella, para no repetir, le explicó que un hombre que usa esa colonia es un hombre desaprovechado. Él iba a decir algo también, pero ya no supo qué.

Si no vas a decirme nada, entonces invítame, atajó ella. Por supuesto, dijo sin titubeos. La miró sin expresión y vio lo mucho que se parecía a la mujer que pretendía olvidar: el mismo pelo rojo, los ojos grandes como noches de insomnio, la mirada de ave rapaz desocupada temporalmente. Pero fue su voz, de tono aguardentoso, la que lo trajo al presente con una frase corta: tienes pinta de saber bien lo que quieres. Él fue definitivo: me suele ocurrir.

Ella rió su ocurrencia y él celebró su sinceridad patética. Ella le dijo que no lo veía mucho por allí, y que se lo imaginaba en otro antro acompañado de una chica mona, de pelo rojo, los ojos grandes como un décimo premiado de la lotería, y una mirada triste de mujer confundida.

Cambiar de conversación le costó otros dos whiskies. Ella optó por ahorrarse esa noche el psicólogo y le confesó algunos de sus pecados veniales. Los pecados capitales, le dijo ella, los dejo para otra noche. Él pensó que le bastaba con el currículum ya expuesto para hacerse una idea de lo pájara que estaba hecha, pero eso no se lo dijo.

Follamos entonces, o lo dejamos para el jueves, preguntó ella. Hoy es jueves, afirmó él dubitativo. Está bien, le dijo ella acercándose sin ninguna precaución, entonces tendremos que follar hoy. Dicho de esa manera, como que no podré resistirme, sonrió él al pronunciar tan simple ocurrencia. Ni se te ocurra pensarlo, sentenció ella.

Antes de darse cuenta, se vio sin pantalones, buscando los calcetines por cualquier rincón del dormitorio y prometiéndose no volver a repetir experiencia semejante, mientras ella le gritaba a la espalda: me echas un polvo y ahora me vienes con que te recuerdo a la otra, que te den. Es verdad, dijo él, tienes el mismo pelo rojo, los mismos ojos que se confunden en la noche, la misma mirada de darlo y quitarlo todo una vez usado. De qué vas, tío, le dijo.

Ella le miró sin parpadear: dame mis 80 euros y déjate de milongas. Yo soy una profesional y no un párroco de pueblo. A otra con tus monsergas. Y por cierto, le sonrió, a ver si la olvidas de una puta vez a esa y te cambias de colonia. Me recuerdas a un novio que se parece mucho a ti, el muy gilipollas.

Cuando salió a la calle, pensó que el olvido no tiene solución y que tampoco lo necesitaba. Supo que estaba lloviendo cuando sintió la ropa mojada y la humedad del agua en el pellejo.
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miércoles, 13 de marzo de 2013

Amantes por Internet

Cuando agotaba la jornada laboral, se quedaba solo en el despacho todavía un rato más: revisaba algunas anotaciones, borraba e-mails sin interés, archivaba documentos, tiraba a la papelera borradores de temas resueltos y esbozaba el orden del día de cualquier reunión de la semana siguiente. Después, sacaba del armario metálico la botella de whisky y se servía un primer chupillo generoso.

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Ya relajado, encendía de nuevo el ordenador y entraba en Internet buscando no sabía exactamente qué. Había mantenido conversaciones virtuales con varias mujeres que le despertaron un interés inusitado por abrirse a otros mundos nunca explorados. Pero ninguna había logrado hasta el momento arrebatarle unos gramos de cordura. Fue precisamente esa noche cuando conoció el vértigo que es sentirse abrumadoramente atraído por una mujer a la que no conoces.

Fue poco a poco, con detalles y datos que él iba obteniendo con preguntas de doble filo y otras trampas insólitas que fue aprendiendo de modo espontáneo, como si de un hábil detective se tratara. Fue así como fue reconstruyendo el retrato de la mujer ideal. Todavía no había construido el proyecto piloto de sus sentimientos y ya se le derramaban por todos los costados como estuviesen fabricados de natillas recién hechas. Tenía una estatura que calificó como ideal, unas medidas que sencillamente no podían mejorarse, un pelo oscuro y ensortijado que comenzaba a enredársele hasta en sus propias vísceras, unos labios gruesos y libidinosos –eso le decía a ella para removerle la paz de su espíritu-, unos ojos en los que cabían varios océanos sin confundirse, unas manos que eran como las de dios, largas y esperanzadoras en sus propósitos, y un cuerpo difícil de definir con palabras, se decía a sí mismo para no extraviarse en sus soledades.

Era, por supuesto, un retrato robot, compuesto a base de buenas intenciones, detalles aún no contrastados, frases edulcoradas que ella construía con maestría como el escultor esculpe la piedra –se decía- y una sensibilidad que dotaba a sus frases de una música sutil que le llenaba la cabeza de moscas y el corazón de pulsaciones aceleradas que no le dejaban pegar ojo en las noches de insomnio. Su mujer fue comprobando, día a día y como sin querer, los trastornos del marido idiotizado, y pensaba en su yo interior si tantas horas de trabajo no lo estaba transmutando en un majadero insoportable.

Ella conservaba, pese a su edad, un cuerpo seductor que nunca quiso reducir al consumo de un solo hombre aunque, hasta el momento, así lo había decidido, y pensaba a veces, colocando los sueños en orden inverso, si algún un príncipe azul o de otro color, con corona o sin ella, se dignaría en hacerla feliz a golpe de sexo trepada sobre el sillón de orejas de las tardes de telenovelas y documentales sesteros. Lo pensaba mirando en el marido la figura absurda de un hombre acabado, dado a la empresa, a las horas extraordinarios, a los lánguidos fines de semana, de sofá y periódico, y a la rutina de una vida dilapidada sin fuste y sin proyección alguna de horizonte.

Él, en cambio, no leía los títulos de las noticias reclinado en el sofá, sino las frases de una mujer abocada al desenfreno que le pedía que olvidara la tregua de su vida y lanzara sobre su cuerpo los misiles y las bombas de mano del placer y de la enajenación, o algo así. Un día, sin ser muy consciente del paso que daba, decidió transformar aquella pasión virtual en un encuentro real; es decir, de carne y hueso. A partir de ahora, se dijo con entusiasmo, los sueños los cogeré con estas dos manos, del mismo modo que lo hago con el tenedor y el cuchillo, como herramientas útiles a mis fines. Y le pareció que el símil era correcto, incluso acertado. Después cerró con ella la cita.

Sabía todo de ella. Vivía en un matrimonio estacando, como un lago donde nunca llueve, le escribía ella, tenía una tristeza honda de años de la que su marido no se percataba y una necesidad extrema de practicar el amor salvaje hasta acabar con los músculos entumecidos y unas agujetas que le recordarían las secuelas del placer cuando aún ya el olvido no anidara en su corazón, o algo por el estilo. Se ve que ella es muy literaria, se decía él, que era hombre parco en palabras y poco dado a las acrobacias de la oratoria y a los recursos artificiosos de la retórica. Por ella supo que el marido no era hombre de batirse en duelo, aunque tampoco representaba peligro alguno, dado su carácter apocado, su iniciativa nula y su miedo innato a las dobleces de la vida.

Acordaron verse un martes por la tarde, en un bar de copas discreto, donde la música era tan sutil como las olas del mar cuando está en calma, dijo él, intentando que saliera el poeta que escondía adentro. Le dijo que iría vestido de sport: vaqueros gastados, chaqueta de pana, una camisa de rayas que compró en las rebajas a un precio tirado –eso lo calló- y llevaría un libro en la mano como seña de identidad, para más información, La lentitud como método, de Carl Honoré. Ella, por el contrario, quiso ser más cauta en los detalles para no romper la sorpresa del primer encuentro. Así que sencillamente le advirtió de que ella le haría una seña con las manos cuando lo viera entrar.

Aquella tarde, en efecto, él se personó en el lugar con su parsimonia característica, un entusiasmo nuevo dibujado en su semblante que pronto desapareció y una alegría intacta que parecía adquirida en un comercio especializado. Pero cuando entró, no creyó ver lo que veía. En una mesa, junto a la ventana, estaba sentada su esposa, anunciaba un escote de órdago, una falda ajustada, estrecha y corta que dejaban ver dos piernas que ya había olvidado, olía a un perfume que no reconoció y tenía en su aire distraído una vocación de paloma herida o desilusionada que identificó al instante como un mecanismo de la impostura o de la traición. Pero no llegó a más.

Él le preguntó qué hacía allí a esas horas, y ella desvió la mirada al libro que llevaba entre las manos. Cuando leyó La lentitud como método, pensó que se le cortaba la respiración. Pero logró contener el aliente el tiempo suficiente para entender que sus sueños más próximos se la hacían añicos, que su amante no era otro que su propio marido y que ahora lo conocía mejor gracias a las conversaciones fraudulentas y francas de Internet. Después le dijo que ya se iba, que había quedado con una amiga. La vio salir con prisa sofocada y un aire de loba insatisfecha que le llamó la atención. El, sin embargo, pidió un whisky con hielo, se sentó a la misma mesa, abrió el libro por cualquier página y se dispuso a esperar a una mujer que nunca llegaría a la cita.

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lunes, 11 de marzo de 2013

Mujer con libro

Esta vez no puede fallar, todo tiene que ir bien, piensa este hombre entrando al bar. Se va a una esquina, como ya es habitual, se apoya en la barra y pide un whisky. En otros años, a esta misma hora, el aire era denso y neblinoso del humo del tabaco. Ahora no dejan fumar adentro y un olor a flores de ambientador impregna la atmósfera.

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Pero eso solo ocurre a primera hora, antes de que los clientes llenen el local y abarroten con sus colonias y perfumes el aire frío de la primera hora de la tarde. Ella no va todos los días. Antes, sí. Lo hacía acompañada de un hombre algo mayor que ella. Siempre le gustaron los hombres maduros. Encuentra en ellos una serenidad que no halla en los demás. Pero desde que accede al local sin compañía, desde hace unas semanas, lo hace de manera esporádica.

Tiene desde entonces una tristeza ligera que la embellece, pero nadie se lo dice. Ella debería saberlo. Tal vez se haya percatado de nuestro interés, porque todos la miramos con una dedicación que no deja lugar a dudas. Ella hace como que no ve nada. Siempre trae un libro bajo el brazo, usado y grueso, como si lo hubiese leído tantas veces que las páginas estuviesen impregnadas de su olor. Nadie sabe cómo es ese olor.

Cuando se cruza con alguno de nosotros, jugamos a las adivinanzas. Decimos nombres de perfumes que ignoramos cómo huelen, o bien nombramos fragancias conocidas comunes a otras mujeres: rosas, vainilla, agua de mar. A veces nosotros mismos nos reímos de nuestra ignorancia. Tiene un olor fresco y profundo, yo diría que alegre, pero no se lo digo a ellos porque se desternillarían a carcajadas. Yo sé a qué huele, pero no sabría describirlo. Por las noches, cuando me meto en la cama, es como si ella hubiese estado allí antes, porque las sábanas están impregnadas de su misma esencia.

A veces, abre el libro, me da la impresión de que siempre por la misma página, y se la ve pronunciar en voz baja frases ininteligibles que para ella deben ser como axiomas rotos en la vida pasada. De cuando en cuando, otea el espacio que la rodea y no encuentra nada de particular que le llame la atención.

Posa sus ojos en los ojos de los demás, sabiendo que los demás la miramos. No le importa. O hace como si no le importara. Como si solo ella estuviese en el local, sentada a la mesa donde cada tarde lo hacía con ese hombre maduro que ya no la acompaña. Pide un té verde, a veces también rojo. Deja el libro en la mesa y mira por la ventana una tarde gris de otoño clausurado, mira una tarde sin luz que no esconde nada.

Yo siempre me quedo en la misma esquina matando la vida que se nos va por los descosidos de nuestra propia existencia. Al igual que el hombre que está sentado a la barra en el mismo taburete de siempre. A veces, como tantas tardes, tomo notas en una libreta que guardo en el bolsillo interior de la americana. Otras, hojeo un libro. Siempre es un libro diferente. Ahora he abierto este libro. Observo que ella lee el título. Mira el libro como si en el título reconociera parte de su vida o se extrañara que alguien diferente a ella pudiera leer las mismas páginas que un día la cautivaron.

Me confunde su mirada hierática, su confusión compartida. Yo cierro el libro y lo dejo sobre la barra. Entonces ella despierta de su letargo. No sabe exactamente a dónde dirigir la mirada ahora. Escucha una canción de Georges Moustaki, Le Facteur. Recuerda las clases de francés en el instituto y la música edulcorada que le trae a la memoria otras tardes grises como esta.

Sabe que las experiencias de la vida son perecederas, pero no así las lecturas y relecturas de un libro, que siempre se muestra nuevo siendo el mismo. Recoge el libro de la mesa, ha dejado unas monedas al camarero y se levanta para salir a la calle.

Cuando pasa por mi lado, mira al hombre que está sentado en el taburete, se detiene un momento, mira el libro sin sorpresa y me dice: “No leas ese libro. Si no, estarás condenado a hacerlo una y otra vez. Y lo que es peor: a vivirlo”. Vi que el libro que ella llevaba era el mismo.

Esa noche me leí el libro hasta acabar extenuado. Después no pude dormir. Contaba que un hombre y una mujer se encuentran en un bar, los dos leen el mismo libro, y al día siguiente se encuentran en el bar en el que se conocieron para compartir su lectura.

En realidad han leído un destino compartido, el destino de sus propias vidas. Pero todavía no lo saben. Cuando el lector, cualquier lector, cierra el libro, no sabe con certeza si ese sueño un día fue real. Yo tampoco lo sé.

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domingo, 10 de marzo de 2013

Javier Sierra: “Este libro inspirará a Dan Brown un par de buenas novelas”

Después del éxito internacional de El ángel perdido o La cena secreta, ha decidido desvelar el “arcanon” secreto del Museo del Prado en El Maestro del Prado y las pinturas proféticas. En 1990, Javier Sierra se tropieza en las galerías del Museo del Prado con un misterioso personaje que le explica las claves ocultas de algunas obras maestras. El hecho ocurrió en la realidad y es el argumento de su última novela. Nunca más volvió a ver al personaje que le inspiró esta historia.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

—Se conoce de memoria los pasillos del Prado. ¿Inspira pasearse entre cuadros más que entre los árboles del Retiro?

—Los cuadros me permiten viajar en el tiempo. Los árboles del Retiro son para dormir bajo ellos.

—De aquellos paseos nace El Maestro del Prado. ¿Le inspiró también El Código Da Vinci?

—No. No me inspiró El Código Da Vinci, aunque me gustaría que este libro inspirara a Dan Brown un par de buenas novelas.

—¿No teme que, después de leer su novela, más de un lector se dedique a descifrar posibles mensajes ocultos en otros cuadros de cualquier museo?

—No temo. Lo deseo. De hecho, yo no busco a lectores. Busco cómplices.

—En 1990 conoció a un hombre misterioso que le enseñó a mirar y entender varios cuadros del Prado. ¿Qué visos de realidad contiene su historia?

—El hombre existió. El encuentro existió. Su misteriosa desaparición fue tal como la narro. Y este libro es un mensaje en botella dirigido a él para que reaparezca.

—¿Existen determinadas claves para poder descifrar en un cuadro visiones místicas, anuncios proféticos, conspiraciones, herejías o mensajes llegados del “otro lado”?

—Es todo una ciencia que comienza por fijarse en la mirada de los personajes de los cuadros. Hay que saber a quién mirar y por qué miran.

—¿Qué esconde, por ejemplo, El Jardín de las Delicias de El Bosco, uno de los cuadros que su maestro analizó para usted?

—Es el ideario de una antigua secta que buscaba la superación de la corrupción. Nada menos. Muy actual.

—Encontramos mensajes también obras de Rafael, Tiziano o el Greco. Pero dígame un cuadro que no esconda más de lo que se ve a primera vista.

—Todos tienen segundas lecturas, pero uno bien simple es el retrato ecuestre del Conde Duque de Olivares.

—¿Un cuadro con lenguaje cifrado y códigos ocultos se cotiza mejor en las subastas? Se lo digo porque, con esto de la crisis, podíamos crear trabajo con un nuevo oficio: creadores de leyendas.

—No basta solo el misterio para que un cuadro tenga más valor. Es necesario también que la pátina del tiempo haya pasado sobre él.

—Grandes maestros de la pintura escondieron sus mayores secretos en imágenes de aspecto inocente. Por ejemplo.

—Por ejemplo, La Sagrada Familia del Roble de Rafael, donde aparecen dos niños gemelos. ¿Quiénes son? ¿Tuvo Jesús un hermano gemelo?

—Algunos libros, como el suyo, se promocionan ya con book trailer. ¿Pero no le llaman los productores para llevar sus historias de misterio al cine?

—A mí lo que me maravilla realmente es que se hagan tan buenos book trailer en España y tan malas películas.

—El Bosco no firmó El Jardín de las Delicias. Todos los personajes aparecen desnudos. Menos uno. Que podría ser él. Se ve que jugaba con ventaja.

—Yo creo que la ventaja es estar desnudo.

—¿Conoce algún cuadro que contenga maldiciones? Vamos, que dé mal fario.

—Las dos postrimerías de Valdés Leal en el Hospital de la Caridad de Sevilla. Murillo dijo de ellas que apestaban.

—¿Después de esta experiencia, escribirá nueva novela o nos invitará a la exposición de sus primeros cuadros?

—Me gusta la música también. Os invitaré a mi primer concierto.

Publicado en el diario Córdoba el 6 de marzo de 2013

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viernes, 8 de marzo de 2013

María Teresa Campos: “Letizia no perdona a Cristina lo que haya pasado”

Periodista y presentadora de televisión. Inicia su trayectoria profesional en la radio. Líder de audiencia con sus programas en TVE y Telecinco durante quince años. María Teresa Campos publica su sexto libro, Princesa Letizia, una historia ficticia basada en hechos reales. Ha recibido multitud de galardones. Entre otros, varios TP de Oro, Premios Ondas, Micrófono de Oro, dos Premios Meridiana y el Premio Clara Campoamor por la defensa de los derechos de la mujer.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

—Dedica el libro de Letizia a Letizia “apelando a su sentido del humor”. ¿Cree que lo conseguirá?

—Pues eso solo lo sabrá ella porque, lógicamente, nunca me lo va a decir.

—Pudo haber dado la primicia del compromiso del Príncipe con Letizia. Pero no lo hizo. ¿Alguna vez sintió que la bomba le había estallado en las manos?

—Es que cuando terminó el programa, yo no tenía el nombre. El nombre lo tuve después. Y ya había terminado el programa. Lo que sentí más bien es que no había podido detonar la bomba (ríe).

—¿Por qué Terelu jugó a las adivinanzas? Felipe tiene novia. Ella tiene nombre de magdalena. ¿Alguien se acordaría de Marcel Proust?

(Ríe). La bisnieta de Marcel Proust. No. Tenía cierto pudor porque nos habíamos equivocado muchas veces.

—Usted denomina “travestismo literario” a esta técnica de suplantar la personalidad de otro. Defíname el streptease psicológico de Letizia.

—Su exigencia personal. Su exagerado perfeccionismo que, por una parte, parece fragilidad, pero autosuficiencia por otra. Es una mujer que en muchas cosas está muy segura de sí misma, pero no he podido llegar en mi streptease a saber hasta qué punto eso es una fechada.

—A Letizia le empacha la campechanía de Don Juan Carlos, el peinado eterno de Doña Sofía, no le entusiasman las cuñadas. ¿Se habrá equivocado de familia?

—No. Ella no ha elegido esa familia. Dice: “Tienen que saber que yo no he venido. Me ha traído él”. Yo creo que ella no habla mal de sus cuñadas. Me parece que a Elena le tiene un cierto afecto, que a Cristina se lo ha tenido más, pero que, yo creo, en el fondo no le perdona que haya pasado lo que haya pasado y que, en el trabajo que ellos están haciendo por el futuro de la monarquía, eso sea un obstáculo.

—Este no es un libro autorizado por la Casa Real.

—Estaría bueno que la Casa Real tuviera que autorizar los libros que se publican.

—¿Nunca sintió la tentación de entrevistar al personaje para describirlo mejor?

—Hombre, eso es lo que más hubiera gustado del mundo, pero sé que es imposible. Por lo tanto, no lo he intentado.

—No es un libro autocomplaciente, pero los temas espinosos no están aquí.

—Están insinuados.

—¿Se ha autocensurado en algún momento?

—No. He hecho lo que a mí me parecía correcto hacer, lo que yo sentía. Al intentar suplantar su personalidad, lógicamente yo no podría decir cosas que fueran lo suficientemente duras y hacer daño a terceras personas en cosas que yo no tengo seguridad de que ella las piense así.

—Me da la impresión de que lo positivo de la princesa es que ha cambiado a Felipe. ¿Está de acuerdo?

—Sí. Yo estoy de acuerdo. Yo creo que el príncipe era un hombre más bien serio y tímido, y hoy es un hombre con más seguridad. Por fin se un Borbón que sabe hablar. Eso se le nota en los discursos. Y ella ahí podía aportar porque ha sido una estupenda profesional de esto. Y con la ropa también. El príncipe va muy moderno.

—“A veces ser princesa es una gran y soberana putada”.

(Ríe). Ella lo piensa por todo aquello que ella querría ser y no puede.

—¿Ha cambiado Letizia desde que es princesa de Asturias?

—Sí. En lo fundamental, eso solo lo sabrá ella y los que la conocían de antes. Pero yo creo que ella se ha adaptado a su papel muy bien. Muchos defectos como princesa no se le pueden sacar.

—¿Piensa que muchas jóvenes españolas se sienten identificadas con el destino de Letizia? ¿De que el cuento de hadas puede ser real?

—Yo creo que las chicas de hoy no piensan en eso. Y creo que no pensaba ni ella. La vida se lo ha puesto en su camino. Las mujeres de hoy lo que quieren es un hombre que las comprendan, que considere que existe una igualdad entre ellos e ir codo a codo. Eso también se puede hacer con un príncipe, solo que a la hora de la verdad el rey es él.

—Dice en su libro sobre la madre de Leticia: “… tan republicana y tan de izquierdas y le sale una hija princesa”. ¿La madre la habrá perdonado?

(Ríe). Yo creo que sí. Yo creo que ella tiene una buenísima relación con su madre. Aunque sea princesa, hay muchas cosas que comparte con ella. De todos ellos, el personaje más digno es la madre”.

—Letizia ha traído al mundo a la futura reina de España. ¿Solo por eso le ha valido la pena?

—Bueno, para mí como mujer, sí. Quitarle y ponerle el sitio al varón, ya no va con los tiempos. Por tanto, eso abre un camino de normalidad. Tampoco en la historia de España ha habido grandes reinas.

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martes, 5 de marzo de 2013

El periodismo ya nunca será lo que fue

El periodismo nunca más será como lo fue hasta ahora. Los apocalípticos que, en estos tiempos de crisis, crecen como los gnomos en los bosques, nos lo vuelven a recordar: el periódico de papel tiene los días contados. Como mucho, sobrevivirán hasta 2025. Hay indicios, en cualquier caso, que anuncian cambios evidentes y fulgurantes: la desaparición de cabeceras, la eliminación de puestos de trabajo y la desinversión en contenidos.

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Lluis Bassets, que lleva 40 años en la profesión, lo explica con estas palabras: “A partir de ahora quienes quieran seguir deberán pensar en cambiar de oficio o en cambiar radicalmente el oficio, que quiere decir cambiar ellos mismos”. Basset ha diseccionado con bisturí de plumilla histórico la situación de nuestra profesión en un libro de reciente aparición y con título iluminado aunque poco luminoso: El último que apague la luz. Sobre la extinción del periodismo, publicado en la editorial Taurus.

Las estadísticas son rotundas: crecen los lectores en los medios digitales, la crisis azota al sector, la sangría de despidos en los diferentes medios no cesa, cae el negocio en el formato analógico y asciende en el digital.

Pero la clave radica en encontrar fórmulas que permitan reformar las empresas para que estas puedan garantizar un periodismo de calidad en la Red. Luis Bassets lo dice de este modo: “No hay que detenerse en añoranzas. Hay que pasar la página del absurdo debate sobre la pervivencia o no del diario de papel, este está liquidado, la nueva etapa será totalmente digital. Lo que urge es cómo encontrar los recursos para poder ejercer el periodismo de máximo nivel y rigor en los nuevos entornos”.

El año pasado, David Barboza, que dirige la oficina de The New York Times en Shnaghai, publicó un artículo de enorme importancia en el que describía la corrupción de los familiares de Wen Jiabao, el primer ministro chino. Los reportajes sobre este tipo de escándalos, escribe Moisés Naím, suelen hacer mucho ruido, pero no suelen estar bien documentados y “las denuncias sin consecuencias crean gran frustración en el público y corrompen la lucha contra la corrupción”.

En el caso de Barboza, su reportaje estaba basado en datos confirmados por múltiples fuentes, complejos análisis financieros auditados por contadores independientes contratados para garantizar la precisión del texto y un largo, arduo y costoso trabajo de investigación periodística.

Naím no tiene dudas al respecto cuando escribe: “El buen periodismo vale… y cuesta. El gran artículo de Barboza no hubiese podido ser elaborado por un bloguero, o por una organización periodística que se limita a ‘agregar’ –es decir, reproducir en la Red- el contenido de otros. Las redes sociales tampoco. El artículo requirió de la organización los recursos financieros y los altos estándares profesionales de The New York Times. Todo esto es muy costoso. Pero es lo que produce periodismo con valor social, y a nivel mundial”.

Y más adelante, añade: “Internet y las tendencias que actualmente socavan la viabilidad financiera de los grandes medios de comunicación tienen mucho de imparable. Pero artículos como este de The New York Times ilustran de forma contundente cuánto nos empobrecemos como humanidad si desaparecen las organizaciones capaces de producir contenidos objetivos, independientes y de alta calidad”.

El azote del “todo gratis” invade Internet, titula el diario El País en una información sobre el ensayo de Robert Levine titulado Parásitos, en el que denuncia las maniobras de las empresas tecnológicas para socavar en su propio beneficio los derechos de autor en la Red. Levine rebate el discurso de ejecutivos de compañías tecnológicas, influyentes blogueros y académicos, y demás defensores de la cultura libre.

Su conclusión es clara: si la industria agoniza no es a causa de “la codicia trasnochada de Hollywood, de los medios de comunicación y de las multinacionales de la música, incapaces de dar a una nueva generación de consumidores lo que quieren… gratis, sino porque esa agonía conviene a los oportunistas digitales”. Los mismos que protagonizan el subtítulo de su libro: “Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la cultura”.

En Alemania, por ejemplo, los agregadores de noticias tendrán que pagar a los editores de periódicos, según la nueva ley aprobada por la Cámara baja parlamentaria. Este intento por proteger los derechos intelectuales de autores y editores ha provocado múltiples controversias en el país, situación que se ha reflejado en la división de los diputados: 293 votaron sí y 243 no. Los editores de prensa han celebrado esta aprobación como “un elemento importante para la remuneración justa”.

La nueva ley permitirá a las editoriales de periódicos alemanes cobrar a las plataformas de Internet por el uso de sus contenidos. Pero el sindicato DJV y el de servicios Verdi han salido al pasado de la ley para advertir que no protege a los autores de los textos, por lo que solicitan que los redactores se embolsen “al menos la mitad” de lo que cobren las editoriales.

En Francia, Google ha acordado también pagar 60 millones de euros a los medios de comunicación franceses por la publicación de sus contenidos. Bélgica, país pionero, llegó a un acuerdo similar en diciembre pasado. En octubre del pasado año, 145 medios brasileños retiraron su contenido de Google al no llegar a un acuerdo. Pero en otros continentes la situación es muy diferente.

El Latinoamérica, por ejemplo, numerosas webs informativas impulsadas por las redes sociales han agitado el periodismo en una zona con escaso acceso a Internet. Se trata de una veintena de páginas web repartidas por todo el continente que han comenzado a hacer un periodismo de alta calidad, combinando la experiencia de profesionales procedentes de medios tradicionales y la de jóvenes iniciados en los medios digitales.

Es decir, también es posible hacer buen periodismo con una redacción pequeña y barata. Este periodismo narrativo o periodismo reposado, como a algunos les gusta llamarlo, es un boom digital en estos momentos. Juan Diego Quesada ha escrito que estos periodistas “llegan tarde al escenario de la noticia, casi siempre cuando los periodistas de otros medios se han ido, e intentan reconstruir el rompecabezas de lo ocurrido”.

Hay ya quienes culpan a Gabriel García Márquez de esta moda informativa, con la creación de la Fundación Nuevo Periodismo Latinoamericano. Salvador Frausto, editor general de la revista Domingo del periódico mexicano El Universal, lo entiende así: “Los que hacemos periodismo narrativo e investigación hemos pasado por cursos o talleres de su fundación. Descubrimos ahí que la crónica es el modelo acertado para retratar la realidad. Después se puede hablar de formatos, pero el esfuerzo y las ganas de unos y otros son similares”.

Hoy es un buen día para poder debatir sobre estos y otros temas que nos preocupan a periodistas, profesores de periodismo y estudiantes de esta y otras facultades de Comunicación. Hablaremos de la reforma laboral y el deterioro del trabajo periodístico; sobre los periodistas sin redacción, la sociedad desinformada y sus nuevas alternativas; sobre los medios de comunicación públicos, que hoy están en el centro de la diana; y sobre el papel de las Facultades de Comunicación ante la situación actual de la profesión.

Escuchen, pregunten, busquen soluciones y encuentren, o ayuden a encontrar, nuevas vías de futuro y otras salidas posibles a una profesión en continuo proceso de cambio, que puede y debe adaptarse a los nuevos tiempos y a las nuevas tecnologías, antes que dejarlo morir en las hemerotecas que ya nadie visita.

Intervención en el acto de inauguración de la IV Jornada sobre la Profesión Periodística 
“Del deterioro del periodismo tradicional, al horizonte de las nuevas tecnologías”, 
celebrada en la Facultad de Comunicación de Sevilla el 5 de marzo de 2013
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lunes, 4 de marzo de 2013

Juan José Millás: “Las tijeras son el símbolo en estos tiempos de recortes”

Columnista y novelista, Juan José Millás recopila en Vidas al límite un conjunto de reportajes personales sobre héroes anónimos y encuentros con personajes como Penélope Cruz, Pascal Maragall o Pedro Almodóvar. En el mismo, reúne desde el premiado Ciego por un día, publicado en 1998, hasta el más reciente, Viaje a Japón. Esta labor periodística ha sido reconocida con el Premio Francisco Cerecedo y el Premio Manuel Vázquez Montalbán. En el prólogo, Ángel Gabilondo escribe que “éste es un libro de amor”.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

—Escribe Ángel Gabilondo que alguien dijo que “la vida es un relato en busca de narrador”. ¿Le ocurre a usted? ¿Siente que algunas historias le buscan?

—Sí. Del mismo modo que cuando vas a una perrera a comprarte un perro y es el perro el que te elige a ti.

—Los suyos son reportajes personales, escritos en primera persona, donde usted convive con el protagonista de la historia. ¿Beneficia o perjudica sentirse mediatizado por el dolor ajeno?

—Hombre, beneficia en la medida en que un dolor ajeno te traspasa y lo haces tuyo y puedes contarlo.

—El reportaje digital no tiene los límites del papel. Solo tiene un límite: que nadie lee en la pantalla.

—Bueno, yo creo que ese límite está desapareciendo porque hay ya por lo menos dos generaciones que leen sin problemas en la pantalla. Y yo mismo, no siendo una persona joven, leo mucho en pantalla y leo libros en el iPad. De manera que ese es un límite que abolirá la costumbre.

—Escribe también Gabilondo en el prólogo de su libro que estos reportajes son “una convocatoria contra la indiferencia”.

—Sí. Porque precisamente de eso se trata. Si eres indiferente a lo que pasa a tu alrededor, no te extraña lo que ocurra a tu alrededor y, por lo tanto, no puedes escribir sobre ello.

—La portada de su libro aparece ilustrada con unas tijeras. ¿Es ese el símbolo en estos tiempos de recortes?

—Pues parece que sí, que es el símbolo de estos tiempos. Ahí tiene el significado de lo que uno tiene también que recortar para hacer un buen reportaje.

—Dice que cuando escribe, ya sea ficción o un reportaje, intenta ordenar y entender la realidad. ¿Ha llegado a alguna conclusión?

—No. La única garantía es que nunca se llega ni a entender del todo ni a ordenar del todo. Por eso uno lo repite.

—“La única persona de mi edad que escribe reportajes en este país soy yo”. ¿Se considera una especie en extinción?

—Pues casi sí. Además, es una contradicción, porque el reportaje es un género de madurez. Normalmente se puede escribir un buen reportaje cuando se tiene experiencia vital y oficio.

—Los periodistas, cuando los nombran jefes de sección, dejan de escribir. ¿Será que el sueldo de redactor no vale la pena?

—No sé, pero en cualquier caso me parece aberrante que se considere un ascenso dejar de escribir.

—Para conjurar el peligro de la repetición, cada vez que se pone a escribir lo hace como si fuese el primer día. ¿No cansa estar toda la vida aprendiendo?

—No. Todo lo contrario. Lo que cansa es la rutina. Lo que cansa es el sentimiento de que ya has leído todos los libros.

—¿Qué reportaje de entre todos los publicados en este libro está más al límite?

—Pues casi el de Carlos Santos, el suicida.

—En un reportaje se puede contar una historia general a través de un caso particular. Y viceversa. Usted elige el primer supuesto. ¿Se llega más al lector a través del drama personal?

—Es un registro en el que yo me muevo mejor, pero también en otro registro, si se hace bien, funciona con igual eficacia.

—Usted no es hipocondríaco, pero a la gente le gusta que lo sea. ¿Necesitamos a veces un espejo en el que vernos reflejados?

—Sí. Sin duda. Claro. La imagen pública de uno es incontrolable precisamente porque la gente la moldea en función de sus necesidades, no en función de la realidad.

—¿Qué reportaje no recogió aquí que le hubiera gustado escribir?

—Pues realmente no tengo en la cabeza ahora mismo ninguno. Quizás he pensado a veces en hacer un reportaje que consistía en un viaje a Corea del Norte y a Corea del Sur. Seguidos. Para contar el contaste entre esos dos países.

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domingo, 3 de marzo de 2013

A este perro le sobran las pulgas

Da vergüenza que, a estas alturas de la película, llegue un militar con ganas de sacar de nuevo los tanques a la calle. ¿Tanto les cuesta a algunos compatibilizar su vocación de militar con el derecho de los demás a ser demócratas? Debe ser difícil, no cabe duda, a raíz de las últimas declaraciones del general Chicharro. Me pregunto por qué no enseñan en las academias militares que el deber de todo militar es defender a los ciudadanos españoles y que los ciudadanos somos la única patria posible.

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Que la patria no es un concepto abstracto, ni un territorio concreto, con valles, lagos y vaquitas que ríen, ni un himno, ni una bandera. Que todos esos elementos nos representan, pero que la patria somos todos los ciudadanos. Incluidos aquellos que desprecian a los demás ciudadanos por un amor excesivo a la patria, a su patria. Que a saber qué representa a estas alturas de la historia.

Resulta cansino escuchar de nuevo declaraciones que nunca más deberían de producirse. Para colmo, ahora niega el general Chicharro haber dicho que “la patria vale más que la democracia”, como respuesta a la voluntad secesionista catalana. El diario El País recoge su explicación: “Lo que yo dije es que el concepto de la Patria es anterior a la Constitución, como es obvio, y lo que abogué es por el cumplimiento de la Constitución”.

Yo, la verdad, esa frase no acabo de entenderla del todo. Este mismo diario reproduce la frase completa que ahora niega el militar: “La patria es anterior y más importante que la democracia. El patriotismo es un sentimiento y la Constitución no es más que una ley”. Repito, para incautos, el final de la frase: “La Constitución no es más que una ley”. Y como ya dijo alguien antes, las leyes están para violarlas. Son ripios todos del mismo cancionero. Como se puede comprobar, una frase plagada de perlas mágicas. Solo intentar desbrozarlas da dolor de cabeza.

No sé del empeño de algunos militares en este país de querer enmendarnos siempre la plana, de imponer un pensamiento único –de momento, llamémosle pensamiento, para no entrar en gaitas- frente a la variedad de opiniones y pensamientos diferentes que enriquecen y constituyen una nación. Siempre ahí empeñándose en salvarnos del mal de la secesión, de la plaga del separatismo, de la herejía de la democracia. Siempre adivinando en el concepto de libertad la figura de un diablo que esconde la hoz, el martillo, la apostasía, el ateísmo y otros males endémicos a cualquier demócrata que se precie de serlo.

El general Chicharro está en la reserva pero no retirado, de modo que está sujeto al código disciplinario castrense, que sanciona al militar que “exprese públicamente opiniones que supongan infracción del deber de neutralidad en relación con las diversas opciones políticas o sindicales”. Por supuesto, ningún lobo aúlla solo en el monte. También estos días el Supremo ha ratificado la condena a un sargento por imponer un castigo humillante a un soldado, como es llevar dos pesadas cadenas de varios kilos colgadas al cuello durante dos días en sus ratos de descanso.

Ser un militar de honor, un guardia civil de honor, un policía de honor, consiste sencillamente en defender y salvaguardar a sus compatriotas de los tiranos, y no ponerse de parte de los tiranos para arruinar a un país, para aislarlo del progreso y de la democracia en nombre de una patria abstracta inventada para justificar momentos que no se pueden ni se deben repetir. Este país necesita un ejército digno, y la dignidad significa, hoy por hoy, democracia en una patria común, es decir, de todos, y no de unos cuantos, como ocurrió en un pasado inmediato que todos –o al menos la mayoría- hemos condenado para poder olvidarlo definitivamente. O dicho sin eufemismos ni metáforas: a este perro le sobran las pulgas.
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sábado, 2 de marzo de 2013

El sabor irrecuperable de los recuerdos

Había escapado de un matrimonio que nunca fue el sueño que le habían pintado antes de que la pátina del tiempo le fuera descubriendo otra realidad que nunca le deslumbró y de la que, curiosamente, anduvo huyendo el resto de su vida. Se prometió después de un calvario de tantos años no volver a sumergirse de nuevo en una relación sin otro aliciente que compartir bienes gananciales, tardes de sábado soporíferas y pagos mensuales de una hipoteca que nunca vence la última cuota. Así que se propuso, a semejanza de otros amigos que le habían plantado cara al destino, construir un futuro sin fronteras, sin otra estrategia que respirar el aire puro y viciado –paradojas donde las haya- de cada día. En realidad, no se propuso nada más, solo cruzar de un día a otro sin sentir las heridas abiertas que el dolor alimenta en lo más hondo de nuestra alma.

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Cuando la conoció a ella, en el mismo bar de todas las noches mataba su existencia, no supo con certeza que le iba a romper todos los desvaríos que se había propuesto unos meses antes. Apenas llevaba dos años de hombre solo, y ya había guardado en el cuatro de los trastos viejos un matrimonio que nunca quiso conservar en el recuerdo, pero no lograba abrir una brecha en su desamparo más profundo que lo llevara a la felicidad fortuita del momento, al romance esporádico de una noche, a ese ir y venir por la vida de algunas mujeres sin más pretensión que compartir el placer de lo efímero. Tal vez fue ella quien le enderezó la mirada, le despertó la libido –que no líbido, nadie pronuncia bien esta palabra, curiosidad que denota su ausencia y desconocimiento en tantas personas-, le dijo que qué hacía un hombre como él en un sitio como aquel sin haberle propuesto ya una noche única, y él, absorbido por la sorpresa y absorto en su confusión, improvisó a alguien que no era en realidad.

A ella le gustó su indiferencia de hombre aparentemente libre, su osadía discreta de hombre dubitativo, de galán discreto y cercano, vulnerable tal vez, pensaba ella al principio, pero la experiencia le fue demostrando que se equivocaba y que aquel hombre, como tantos otros, solo pretendía hallar momentos de lujuria que ella le proporcionaba en abundancia y con eficaz maestría. Él comenzó a sentirse el Casanova que nunca fue ni sería. Jugaba con compañeras de trabajo a concertar citas espinosas a la sombra de maridos que ya no amaban, seducía a jovencitas locas que demandaban aventuras con hombres maduros, y él se complacía en sí mismo con aventuras que nunca le dieron la felicidad que ella le ofrecía cada fin de semana. Él pensó que si todo era tan fácil con ella, así sería con las demás, pero algunos sueños son tan frágiles que el cuerpo se siente incapaz de avisar de que el tumor de la desgracia se extiende como un mal inevitable.

Ella le propuso con insistencia una relación más estable, un espacio donde compartir el mundo al que ya ambos eran ajenos y donde dosificar a su antojo una pasión que desbordaba la pretensión de ambos. Se lo decía de una y otra manera, sin apremiarlo en su decisión última pero con la insistencia suficiente de quien se quiere quedar en su piel para siempre. Él, por el contrario, sin más experiencia que un matrimonio desbarato por los agentes climáticos o sociológicos –a saber-, se sintió firme en una relación fortuita que le llenaba la autoestima. Ella comenzó a enfriarse como el rocío a media mañana que con los primeros rayos de sol pierde toda su solidificación para transformarse en agua pura y cristalina que se pierde en la tierra seca y cuarteada. Él no se dio cuenta de que comenzaba a amarla. Nunca le había ocurrido nada igual, de modo que un día, no sabe todavía cómo, sintió que su piel le era muy próxima, que ya no le gustaba abrazar aquel cuerpo, sino que lo necesitaba, que aquel no era un juego sexual fácil de ejecutar y de administrar sin tensiones. Se percató de que los sentimientos se le escapaban por las costuras de su pellejo y que no era tan fácil gestionar el olvido tal como se lo planteó unos meses atrás.

Un día ella le dijo que se iba, que ya no le amaba, sin más. Él no lo comprendió en aquel instante. Tampoco unos meses después. Ahora sabía que nunca la olvidaría y que estaba condenado a vivir con un sueño que le era propio y cercano pero que cada día se ensombrecía un tanto en su memoria quebradiza de hombre equivocado. Buscó en otras mujeres las sensaciones que tuvo con ella, y supo que cada mujer es un mundo en sí mismo, y que cada encuentro encierra una magia intransferible, y que hay algo que es el olvido que, como escribiera Borges, no existe, y ahora, vagabundo en sí mismo, por los siglos de los siglos amén, y sin saber muy bien adónde llevar sus pasos, la llamó por última vez una mañana de invierno. El día era húmedo, una niebla ligera ocultaba un cielo tal vez azul, le dijo que la quería, que en realidad siempre la quiso, que se había equivocado en las palabras, en la ejecución de los compromisos, en la vulgaridad que arrastra el paladar cuando todo se pierde sin saber por qué. Ella sintió que todo había acabado cuando él colgó el auricular. Le llamó con insistencia los demás días de su vida, lo buscó en una ciudad que ya no conocía, le quería decir que también le había amado, que aún hoy temblaba cuando él la miraba con sus ojos lánguidos de hombre inexperto.

La mañana que ella entraba a la casa con la conciencia de que nunca más le encontraría, él cruzó la esquina con poco equipaje y con la decisión de abandonar el barrio por un tiempo indefinido, tomó un taxi en la esquina y subió, justo en el mismo momento en que ella miró la calle y observó el taxi, pero no le vio a él. Cuando el taxi arrancó él vio unas calles que no eran las mismas de antes, y la vida se le repitió en secuencias deshilvanados que le parecieron momentos de otra vida que no era la suya, pero lo era. Ella entró a la cocina, abrió una botella de tinto de crianza, se llenó un vaso de agua y bebió con fruición, sin elegancia, bebió para ella misma, sabiendo bien por qué lo hacía, y después no pudo llorar, porque a veces, sencillamente, es mejor no hacerlo. Eso pensó. Y después volvió a beber. El vino le pareció más dulce que nunca, pero en realidad se deleitaba con el sabor irrecuperable de los recuerdos que solo da la vida que se fue.
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viernes, 1 de marzo de 2013

David Tejera: “Miento sobre Letizia echándole piropos”

Periodista y escritor. David Tejera trabaja en Telecinco y Cuatro. Fue pareja de Letizia Ortiz antes de conocer al príncipe. Aunque siendo periodista, o tal vez por serlo, sus compañeros de profesión no le hacen demasiado hincapié en el tema, del que él, por cierto, prefiere no hablar, o hablar lo menos. Y menos aún entrar en detalles minuciosos. Reconoce, eso sí, que ha recibido consejos –más que amenazas- sobre la efectividad de su discreción. Ahora publica Seis peces azules, novela con la que obtuvo el XLIV Premio Ateneo de Sevilla.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

—En su libro todos son felices o aspiran a la felicidad. ¿Se ha olvidado del tiempo que nos ha tocado vivir?

—Son un desafío al tiempo que nos ha tocado vivir. Yo creo que esos personajes se rebelan contra situaciones como la que estamos viviendo ahora mismo.

—Dígame cinco tipos de felicidad diferentes.

—Siguiendo un poco el argumento del libro, te hablaría de la felicidad como reto, la felicidad como sentimiento, la felicidad material, la felicidad de la identidad y, por último, la felicidad de la tranquilidad.

—Dice usted de su libro: “Un viaje a solas con nosotros mismos y nuestros sentimientos”. ¿Hacia dónde vamos?

—Yo creo que en ese viaje vamos a las entrañas, a la esencia de cada uno de nosotros. Es un viaje con luces y sombras.

—Su libro es sobre todo la aventura y el desafío de vivir. ¿No me dirá que se ha inspirado en la realidad?

(Ríe). La aventura nos espera al otro lado de la puerta de casa y el desafío es ser capaz de cruzar la puerta.

—Su libro huele a mar, a piña seca, a lima, a té verde. Pero también a lodo, a mierda de camellos y de vacas. ¿Hay que leerlo tapándonos la nariz?

(Ríe). Creo que no. Cuando vamos al campo y huele a vaca, lo agradecemos. Y no todo tiene que oler perfectamente para que sea de verdad.

—El Jehangir, el diamante de su novela, es de 83 quilates, existe y tiene forma de lágrima. ¿Qué mujeres llorarían por encontrarlo?

—Yo diría que solo haría llorar a quien no sabe de la vida.

—Seis peces azules de cristal. ¿De qué va esto?

—Esto va de sentirse parte de un todo. Y va de las conexiones invisibles que hay entre nosotros.

—Ahora escribe novelas. ¿Intenta huir de la profesión porque ve cómo está el patio?

—No. El patio está como está y no hay que huir de él, sino plantarle cara.

—Dedica el libro a aquellos que “se atreven a pensar por sí mismos”. ¿Son criaturas en vías de extinción?

—Son los dinosaurios del siglo XXI.

—También se lo dedica a “los que resisten en medio de este festín de parásitos”. Veo que se ha acordado de media humanidad.

—Como poco. El festín de parásitos, puestos uno detrás de otro, llenaría cinco novelas como la mía.

—“Me encanta cómo suenan las palabras”. Dígame: ¿A qué suenan?

—Espero que las mías suenen a verdad y suenen auténticas.

—¿Todavía le preguntan los periodistas por Letizia Ortiz?

—Me preguntan en pétit comité porque en público no se atreven.

—¿Y qué suele responder?

—La verdad. Es decir, lo que no se ha publicado.

—Dígame para contarlo.

—Cuando me preguntan por ella tendría tres caminos posibles. El primero, mentir echándole piropos. El segundo, contar la verdad y cargar contra ella. Y el tercero, dejar que la gente llegue a sus propias conclusiones. Y a mí, la gente que me merece la pena es la que llega a sus conclusiones, pues me parece el mejor de los caminos. Ni me interesa cargar contra ella ni me interesa adularla como hacen otros falsamente. Ni lo uno ni lo otro. Cada cual que llegue a sus conclusiones. Creo que ya las tienen. Por lo menos la gente que a mí me importa.
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