miércoles, 13 de marzo de 2013

Amantes por Internet

Cuando agotaba la jornada laboral, se quedaba solo en el despacho todavía un rato más: revisaba algunas anotaciones, borraba e-mails sin interés, archivaba documentos, tiraba a la papelera borradores de temas resueltos y esbozaba el orden del día de cualquier reunión de la semana siguiente. Después, sacaba del armario metálico la botella de whisky y se servía un primer chupillo generoso.

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Ya relajado, encendía de nuevo el ordenador y entraba en Internet buscando no sabía exactamente qué. Había mantenido conversaciones virtuales con varias mujeres que le despertaron un interés inusitado por abrirse a otros mundos nunca explorados. Pero ninguna había logrado hasta el momento arrebatarle unos gramos de cordura. Fue precisamente esa noche cuando conoció el vértigo que es sentirse abrumadoramente atraído por una mujer a la que no conoces.

Fue poco a poco, con detalles y datos que él iba obteniendo con preguntas de doble filo y otras trampas insólitas que fue aprendiendo de modo espontáneo, como si de un hábil detective se tratara. Fue así como fue reconstruyendo el retrato de la mujer ideal. Todavía no había construido el proyecto piloto de sus sentimientos y ya se le derramaban por todos los costados como estuviesen fabricados de natillas recién hechas. Tenía una estatura que calificó como ideal, unas medidas que sencillamente no podían mejorarse, un pelo oscuro y ensortijado que comenzaba a enredársele hasta en sus propias vísceras, unos labios gruesos y libidinosos –eso le decía a ella para removerle la paz de su espíritu-, unos ojos en los que cabían varios océanos sin confundirse, unas manos que eran como las de dios, largas y esperanzadoras en sus propósitos, y un cuerpo difícil de definir con palabras, se decía a sí mismo para no extraviarse en sus soledades.

Era, por supuesto, un retrato robot, compuesto a base de buenas intenciones, detalles aún no contrastados, frases edulcoradas que ella construía con maestría como el escultor esculpe la piedra –se decía- y una sensibilidad que dotaba a sus frases de una música sutil que le llenaba la cabeza de moscas y el corazón de pulsaciones aceleradas que no le dejaban pegar ojo en las noches de insomnio. Su mujer fue comprobando, día a día y como sin querer, los trastornos del marido idiotizado, y pensaba en su yo interior si tantas horas de trabajo no lo estaba transmutando en un majadero insoportable.

Ella conservaba, pese a su edad, un cuerpo seductor que nunca quiso reducir al consumo de un solo hombre aunque, hasta el momento, así lo había decidido, y pensaba a veces, colocando los sueños en orden inverso, si algún un príncipe azul o de otro color, con corona o sin ella, se dignaría en hacerla feliz a golpe de sexo trepada sobre el sillón de orejas de las tardes de telenovelas y documentales sesteros. Lo pensaba mirando en el marido la figura absurda de un hombre acabado, dado a la empresa, a las horas extraordinarios, a los lánguidos fines de semana, de sofá y periódico, y a la rutina de una vida dilapidada sin fuste y sin proyección alguna de horizonte.

Él, en cambio, no leía los títulos de las noticias reclinado en el sofá, sino las frases de una mujer abocada al desenfreno que le pedía que olvidara la tregua de su vida y lanzara sobre su cuerpo los misiles y las bombas de mano del placer y de la enajenación, o algo así. Un día, sin ser muy consciente del paso que daba, decidió transformar aquella pasión virtual en un encuentro real; es decir, de carne y hueso. A partir de ahora, se dijo con entusiasmo, los sueños los cogeré con estas dos manos, del mismo modo que lo hago con el tenedor y el cuchillo, como herramientas útiles a mis fines. Y le pareció que el símil era correcto, incluso acertado. Después cerró con ella la cita.

Sabía todo de ella. Vivía en un matrimonio estacando, como un lago donde nunca llueve, le escribía ella, tenía una tristeza honda de años de la que su marido no se percataba y una necesidad extrema de practicar el amor salvaje hasta acabar con los músculos entumecidos y unas agujetas que le recordarían las secuelas del placer cuando aún ya el olvido no anidara en su corazón, o algo por el estilo. Se ve que ella es muy literaria, se decía él, que era hombre parco en palabras y poco dado a las acrobacias de la oratoria y a los recursos artificiosos de la retórica. Por ella supo que el marido no era hombre de batirse en duelo, aunque tampoco representaba peligro alguno, dado su carácter apocado, su iniciativa nula y su miedo innato a las dobleces de la vida.

Acordaron verse un martes por la tarde, en un bar de copas discreto, donde la música era tan sutil como las olas del mar cuando está en calma, dijo él, intentando que saliera el poeta que escondía adentro. Le dijo que iría vestido de sport: vaqueros gastados, chaqueta de pana, una camisa de rayas que compró en las rebajas a un precio tirado –eso lo calló- y llevaría un libro en la mano como seña de identidad, para más información, La lentitud como método, de Carl Honoré. Ella, por el contrario, quiso ser más cauta en los detalles para no romper la sorpresa del primer encuentro. Así que sencillamente le advirtió de que ella le haría una seña con las manos cuando lo viera entrar.

Aquella tarde, en efecto, él se personó en el lugar con su parsimonia característica, un entusiasmo nuevo dibujado en su semblante que pronto desapareció y una alegría intacta que parecía adquirida en un comercio especializado. Pero cuando entró, no creyó ver lo que veía. En una mesa, junto a la ventana, estaba sentada su esposa, anunciaba un escote de órdago, una falda ajustada, estrecha y corta que dejaban ver dos piernas que ya había olvidado, olía a un perfume que no reconoció y tenía en su aire distraído una vocación de paloma herida o desilusionada que identificó al instante como un mecanismo de la impostura o de la traición. Pero no llegó a más.

Él le preguntó qué hacía allí a esas horas, y ella desvió la mirada al libro que llevaba entre las manos. Cuando leyó La lentitud como método, pensó que se le cortaba la respiración. Pero logró contener el aliente el tiempo suficiente para entender que sus sueños más próximos se la hacían añicos, que su amante no era otro que su propio marido y que ahora lo conocía mejor gracias a las conversaciones fraudulentas y francas de Internet. Después le dijo que ya se iba, que había quedado con una amiga. La vio salir con prisa sofocada y un aire de loba insatisfecha que le llamó la atención. El, sin embargo, pidió un whisky con hielo, se sentó a la misma mesa, abrió el libro por cualquier página y se dispuso a esperar a una mujer que nunca llegaría a la cita.

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1 comentario:

  1. Estimado Señor López: Excelente relato o excelente crónica de lo que puede suceder hoy en día.
    Saludos.

    Otus W. Scops.

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