martes, 19 de marzo de 2013

Una mala noche la tiene cualquiera

Nunca lo había hecho, pero aquella noche decidió que para olvidarla lo mejor era sustituir su ausencia por cualquier otra mujer. Mancha de mora con mora se quita. A fin de cuentas, dijo para sí, las mujeres son todas las iguales. Sabía que se engañaba, por supuesto, pero no estaba el horno para tanta bollería ni tanta palabrería.

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Así que, convencido de haber optado por la mejor propuesta de futuro, salió a la calle dispuesto a no dejarse vencer a la primera de cambio o a la segunda derrota. Antes, se miró en el espejo con extrañeza y por primera vez supo que la juventud era un trecho dejado ya muy atrás. Unas gotas de Yacht Man le envolvieron en un aura varonil que creyó olvidada. Se colocó una americana negra sobre una camisa azul celeste, y desechó una corbata para la ocasión.

La noche todavía no anunciaba una primavera que pensaba próxima. Sabía que para una ocasión diferente debía elegir un bar de copas diferente. Y no dejó esa decisión para más adelante. Así que anduvo algunas calles hasta que encontró el lugar idóneo. No reconoció a nadie.

El camarero andaba ensimismado en la profundidad metafísica de un crucigrama irresoluble. Pese a su dedicación exclusiva, logró arrancarle unos minutos de su preciado tiempo para servirle un whisky con mucho hielo. Que la noche es larga, se decía. Pero el camarero no compartía su opinión: la noche está para los leones. Ni que lo digas, es lo único que se atrevió a decir ante el aparato demoledor de su retórica destructiva.

Dos noches más así y cierro el local, le advirtió el camarero, de quien no acertaba adivinar qué le preocupaba más en ese momento: si la situación económica, la noche desapacible o el crucigrama de los cojones. Eso sí, al ver el entrecejo, lo entendió. La crisis económica era el mal de fondo. La noche de llovizna, el malestar coyuntural. Y el crucigrama irresoluble, la puntillita en los mismos huevos. Él, que era hombre de paz, y había entrado al establecimiento con otros objetivos, dio la tertulia por concluida.

Fue en ese mismo instante cuando ella le devolvió a la realidad. Un hombre que huele a Yacht Man solo puede ser un hombre en alerta, le dijo ella. Él le dijo más o menos que no entendía, y ella, para no repetir, le explicó que un hombre que usa esa colonia es un hombre desaprovechado. Él iba a decir algo también, pero ya no supo qué.

Si no vas a decirme nada, entonces invítame, atajó ella. Por supuesto, dijo sin titubeos. La miró sin expresión y vio lo mucho que se parecía a la mujer que pretendía olvidar: el mismo pelo rojo, los ojos grandes como noches de insomnio, la mirada de ave rapaz desocupada temporalmente. Pero fue su voz, de tono aguardentoso, la que lo trajo al presente con una frase corta: tienes pinta de saber bien lo que quieres. Él fue definitivo: me suele ocurrir.

Ella rió su ocurrencia y él celebró su sinceridad patética. Ella le dijo que no lo veía mucho por allí, y que se lo imaginaba en otro antro acompañado de una chica mona, de pelo rojo, los ojos grandes como un décimo premiado de la lotería, y una mirada triste de mujer confundida.

Cambiar de conversación le costó otros dos whiskies. Ella optó por ahorrarse esa noche el psicólogo y le confesó algunos de sus pecados veniales. Los pecados capitales, le dijo ella, los dejo para otra noche. Él pensó que le bastaba con el currículum ya expuesto para hacerse una idea de lo pájara que estaba hecha, pero eso no se lo dijo.

Follamos entonces, o lo dejamos para el jueves, preguntó ella. Hoy es jueves, afirmó él dubitativo. Está bien, le dijo ella acercándose sin ninguna precaución, entonces tendremos que follar hoy. Dicho de esa manera, como que no podré resistirme, sonrió él al pronunciar tan simple ocurrencia. Ni se te ocurra pensarlo, sentenció ella.

Antes de darse cuenta, se vio sin pantalones, buscando los calcetines por cualquier rincón del dormitorio y prometiéndose no volver a repetir experiencia semejante, mientras ella le gritaba a la espalda: me echas un polvo y ahora me vienes con que te recuerdo a la otra, que te den. Es verdad, dijo él, tienes el mismo pelo rojo, los mismos ojos que se confunden en la noche, la misma mirada de darlo y quitarlo todo una vez usado. De qué vas, tío, le dijo.

Ella le miró sin parpadear: dame mis 80 euros y déjate de milongas. Yo soy una profesional y no un párroco de pueblo. A otra con tus monsergas. Y por cierto, le sonrió, a ver si la olvidas de una puta vez a esa y te cambias de colonia. Me recuerdas a un novio que se parece mucho a ti, el muy gilipollas.

Cuando salió a la calle, pensó que el olvido no tiene solución y que tampoco lo necesitaba. Supo que estaba lloviendo cuando sintió la ropa mojada y la humedad del agua en el pellejo.
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