sábado, 2 de marzo de 2013

El sabor irrecuperable de los recuerdos

Había escapado de un matrimonio que nunca fue el sueño que le habían pintado antes de que la pátina del tiempo le fuera descubriendo otra realidad que nunca le deslumbró y de la que, curiosamente, anduvo huyendo el resto de su vida. Se prometió después de un calvario de tantos años no volver a sumergirse de nuevo en una relación sin otro aliciente que compartir bienes gananciales, tardes de sábado soporíferas y pagos mensuales de una hipoteca que nunca vence la última cuota. Así que se propuso, a semejanza de otros amigos que le habían plantado cara al destino, construir un futuro sin fronteras, sin otra estrategia que respirar el aire puro y viciado –paradojas donde las haya- de cada día. En realidad, no se propuso nada más, solo cruzar de un día a otro sin sentir las heridas abiertas que el dolor alimenta en lo más hondo de nuestra alma.

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Cuando la conoció a ella, en el mismo bar de todas las noches mataba su existencia, no supo con certeza que le iba a romper todos los desvaríos que se había propuesto unos meses antes. Apenas llevaba dos años de hombre solo, y ya había guardado en el cuatro de los trastos viejos un matrimonio que nunca quiso conservar en el recuerdo, pero no lograba abrir una brecha en su desamparo más profundo que lo llevara a la felicidad fortuita del momento, al romance esporádico de una noche, a ese ir y venir por la vida de algunas mujeres sin más pretensión que compartir el placer de lo efímero. Tal vez fue ella quien le enderezó la mirada, le despertó la libido –que no líbido, nadie pronuncia bien esta palabra, curiosidad que denota su ausencia y desconocimiento en tantas personas-, le dijo que qué hacía un hombre como él en un sitio como aquel sin haberle propuesto ya una noche única, y él, absorbido por la sorpresa y absorto en su confusión, improvisó a alguien que no era en realidad.

A ella le gustó su indiferencia de hombre aparentemente libre, su osadía discreta de hombre dubitativo, de galán discreto y cercano, vulnerable tal vez, pensaba ella al principio, pero la experiencia le fue demostrando que se equivocaba y que aquel hombre, como tantos otros, solo pretendía hallar momentos de lujuria que ella le proporcionaba en abundancia y con eficaz maestría. Él comenzó a sentirse el Casanova que nunca fue ni sería. Jugaba con compañeras de trabajo a concertar citas espinosas a la sombra de maridos que ya no amaban, seducía a jovencitas locas que demandaban aventuras con hombres maduros, y él se complacía en sí mismo con aventuras que nunca le dieron la felicidad que ella le ofrecía cada fin de semana. Él pensó que si todo era tan fácil con ella, así sería con las demás, pero algunos sueños son tan frágiles que el cuerpo se siente incapaz de avisar de que el tumor de la desgracia se extiende como un mal inevitable.

Ella le propuso con insistencia una relación más estable, un espacio donde compartir el mundo al que ya ambos eran ajenos y donde dosificar a su antojo una pasión que desbordaba la pretensión de ambos. Se lo decía de una y otra manera, sin apremiarlo en su decisión última pero con la insistencia suficiente de quien se quiere quedar en su piel para siempre. Él, por el contrario, sin más experiencia que un matrimonio desbarato por los agentes climáticos o sociológicos –a saber-, se sintió firme en una relación fortuita que le llenaba la autoestima. Ella comenzó a enfriarse como el rocío a media mañana que con los primeros rayos de sol pierde toda su solidificación para transformarse en agua pura y cristalina que se pierde en la tierra seca y cuarteada. Él no se dio cuenta de que comenzaba a amarla. Nunca le había ocurrido nada igual, de modo que un día, no sabe todavía cómo, sintió que su piel le era muy próxima, que ya no le gustaba abrazar aquel cuerpo, sino que lo necesitaba, que aquel no era un juego sexual fácil de ejecutar y de administrar sin tensiones. Se percató de que los sentimientos se le escapaban por las costuras de su pellejo y que no era tan fácil gestionar el olvido tal como se lo planteó unos meses atrás.

Un día ella le dijo que se iba, que ya no le amaba, sin más. Él no lo comprendió en aquel instante. Tampoco unos meses después. Ahora sabía que nunca la olvidaría y que estaba condenado a vivir con un sueño que le era propio y cercano pero que cada día se ensombrecía un tanto en su memoria quebradiza de hombre equivocado. Buscó en otras mujeres las sensaciones que tuvo con ella, y supo que cada mujer es un mundo en sí mismo, y que cada encuentro encierra una magia intransferible, y que hay algo que es el olvido que, como escribiera Borges, no existe, y ahora, vagabundo en sí mismo, por los siglos de los siglos amén, y sin saber muy bien adónde llevar sus pasos, la llamó por última vez una mañana de invierno. El día era húmedo, una niebla ligera ocultaba un cielo tal vez azul, le dijo que la quería, que en realidad siempre la quiso, que se había equivocado en las palabras, en la ejecución de los compromisos, en la vulgaridad que arrastra el paladar cuando todo se pierde sin saber por qué. Ella sintió que todo había acabado cuando él colgó el auricular. Le llamó con insistencia los demás días de su vida, lo buscó en una ciudad que ya no conocía, le quería decir que también le había amado, que aún hoy temblaba cuando él la miraba con sus ojos lánguidos de hombre inexperto.

La mañana que ella entraba a la casa con la conciencia de que nunca más le encontraría, él cruzó la esquina con poco equipaje y con la decisión de abandonar el barrio por un tiempo indefinido, tomó un taxi en la esquina y subió, justo en el mismo momento en que ella miró la calle y observó el taxi, pero no le vio a él. Cuando el taxi arrancó él vio unas calles que no eran las mismas de antes, y la vida se le repitió en secuencias deshilvanados que le parecieron momentos de otra vida que no era la suya, pero lo era. Ella entró a la cocina, abrió una botella de tinto de crianza, se llenó un vaso de agua y bebió con fruición, sin elegancia, bebió para ella misma, sabiendo bien por qué lo hacía, y después no pudo llorar, porque a veces, sencillamente, es mejor no hacerlo. Eso pensó. Y después volvió a beber. El vino le pareció más dulce que nunca, pero en realidad se deleitaba con el sabor irrecuperable de los recuerdos que solo da la vida que se fue.

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