domingo, 23 de diciembre de 2012

El recuerdo que aquella mujer dejó

No recuerdo cómo nos conocimos. Y ahora ya bien poco importa. Lo que importa, entiéndeme, es que esa mujer cambió mi vida. Que por qué lo sé. Joder, nunca logré olvidarla. Se metió en mi vida como quien cruza por el lugar sin intención de detenerse, como quien va de paso, nada. Y de golpe te pregunta. No sé qué preguntó, qué más da. Fue cómo me miró. Que cómo me miró. Joder, tampoco lo sé. No sé nada. Sí sé que nunca encontré ninguna mujer como aquella. Más bellas, tal vez. Mejor equipadas, es posible. Pero ella tenía una magia indescifrable en las manos, un olor sutil a felicidad perenne que me persigue desde entonces. No sabría decirte. Le gustaba hablar lo justo y de manera precisa. Manejaba las palabras a su antojo. Y los silencios. Eso sí que me ponía. Tenía en las manos el tacto de un viento que no sabías por dónde soplaba, iba de ti y venía de ti. De acá para allá, sin ruido, acariciando la piel tan suavemente que no sé cómo decirte y que nunca olvido.

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Es eso el amor, me pregunto a veces. En realidad, me lo pregunto a cada instante. Y creo que no. Tú me ves a mí cara de lelo. Sí, mejor no digas nada. Pero no. Es algo distinto y total. Tú sabes que yo nunca me enamoré, que no soy incapaz de hacerlo. Podría escribirte lo más íntimo que hayas leído nunca. Sin embargo, es pura técnica. Debajo, no hay nada. Engaño a los lectores, pero no podría engañarme a mí. En cualquier caso, estos síntomas de los que te hablo me tienen preocupado. Me despierto con una pesadez en el estómago que no es del estómago, porque no como. Tengo una sed en la garganta que no logra apagar mi sed. Y bebo, ya ves que si bebo. Pero no logro olvidarla, carajo. Me pregunto si se puede olvidar a una mujer como ella. Claro que no. Y ese es mi problema. Que sé cuál es mi problema. Y no es amor. Es algo más epidérmico. Que necesito refregarme por su cuerpo, como hacen los perros en las arenas de las playas, embadurnar mi piel con su piel, apegarme a su sombra por si fuera su sombra, escudriñar en el silencio por si percibo alguna palabra suya descarriada, cotejar el horizonte por si percibo su perfil de amante completa.

Después que no ocurre nada de esto, como sabes, me vengo al bar, me siento aquí, cuento las botellas -me resulta fácil que contar ovejas- y mato los días que me quedan por vivir en su ausencia. Sé que todo es vulgar, que estoy jodido, que me estoy volviendo loco, pero es que me resulta imposible olvidar sus tetas de magdalena, sus labios de sandía, su coño de trufa. De acuerdo. Ya no te hablo más de comida. Pero son las figuras que me vienen a la cabeza. La sueño y la sueño comiéndomela. Y no tengo hambre, la verdad. No sé cuánto hace que no como nada. Inapetente total. Tengo el estómago cerrado, el corazón estropajoso, la sangre envenenada de su sangre. No estoy enfermo. Sencillamente me muero por ella. El problema cuando uno conoce el paraíso es vivir después fuera del paraíso. Y ella era Eva, como mínimo. Aunque tampoco recuerdo su nombre. Es lo único que he logrado olvidar de ella. Bueno, igual nunca me dijo cómo se llamaba. Nunca le pedí su móvil. Sé que me dijiste que lo hiciera. Pero estaba tan metido en su cuerpo que no estaba yo para plantearme cuestiones de esa naturaleza. Pensé que sería algo pasajero. Como siempre. Una noche de viernes que se olvida una mañana de sábado. Ahora, sin embargo, cada sábado que amanece me siento huérfano de mí mismo, vacío y confundido, extraviado en mi propio pellejo, buscando a ras de suelo las huellas de mi infortunio, pero no encuentro nada, tan solo recuerdos rotos que no me llevan a ninguna parte.

Esto ocurrió el verano pasado, sin formalismos, sin proposiciones, sin intención alguna de trascendencia. Cuando desperté aquella mañana ya se había duchado, vestido, olí desde la cama el café recién hecho, la ventana abierta a un día azul como pocos. Se me acercó, me besó apenas, con una sonrisa liviana, me dijo adiós, me dijo te quiero. Y hasta hoy. Después cerré los ojos y me quedé ensimismado en mis sueños hasta media mañana. Desperté y me acerqué aquí a tomar un café. No sabía a dónde ir, ni dónde buscarla. Desde aquel día vengo aquí. Tampoco sé por qué. Anda, ponme otro whisky. Tengo la garganta seca y el estómago cerrado. Y no me salgas con que esto son estragos del amor. Ahora no estoy para mariconadas. Lo sabes. Así que no jodas.

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