sábado, 16 de febrero de 2013

El momento

Este hombre está apoyado en la barra del mismo bar de siempre. Ustedes ya lo conocen. Bebe un vaso de whisky. Sin hielo. Hoy el día está frío, y se puede permitir unos excesos. Así se expresa él. Unos excesos son dos o tres whiskys nada más. A veces, mira el vaso. Le gusta el color del whisky y la densidad del líquido. No tanto su olor. Pero le encanta sentir la sensación del alcohol en la boca. Tragos largos o cortos. Da igual.

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Siempre entra al local cuando la tarde mengua y las calles se tornan oscuras y desapacibles. Hay un tiempo que no es invierno ni primavera, y el verano queda todavía lejos para soñar con playas paradisiacas y días largos y alegres. Alguna vez se trae un libro y lo deja sobre la barra. Nunca lee. Como mucho, lo abre y hojea frases sueltas que ya leyó. Le gusta releer, volver a salir con antiguas novias y pedir siempre las mismas marcas. Es hombre de costumbres. Solo que, de vez en cuando, también abraza las aventuras del instante que cualquiera sueña. Él es un águila en protagonizar historias de libro o escenas de cine.

Ahora, por ejemplo, entra al local una mujer rubia, de ojos muy azules, de una estatura hecha a su medida, bien proporcionada, de una elegancia natural que le fascina. A él le gusta mirar a las mujeres fijamente, sin ningún propósito. Tampoco sabe por qué lo hace. Es un acto maquinal. Ella observa al hombre que también le gusta. Le gusta su aire informal de galán descreído, el libro que tiene sobre la barra que le añade un aire sensible de intelectual modesto, y unas manos grandes que ella ya imagina recorriendo su cuerpo sin su permiso y con agrado. No hay más. Las cosas suelen ocurrir así.

Ella ha entrado al bar. Se sitúa junto a la barra, a un metro de este hombre, y le dice al camarero que no sabe qué pedir. Él dice que opte por el whisky. Ella dice que apenas bebe alcohol. Pero él insiste en que, cuando hay algo que celebrar, lo mejor es el whisky. Además, aún hace frío, añade. Ella pide el whisky y le pregunta que qué hay que celebrar. Él sencillamente la mira sin intenciones, sabiendo que iba a ocurrir. Que me has conocido, le dice. Y tú también me has conocido, entiende ella. No, advierte él, yo ya te conocía. Solo te esperaba a que llegaras cualquier día.

La primera impresión de esta mujer podría haber sido la de que este hombre es un Casanova diferente, pero exhibe un halo natural en sus ademanes que la desorienta y comienza a perturbarla. Imagino que ahora después intentarás besarme, reta ella. Para nada, le asegura él. Nunca beso a las mujeres en los bares, delante de gente que conozco, con un camarero escrutando detrás de la barra el desarrollo de los acontecimientos. O sea, me quieres decir que no estás ligando conmigo. Tranquila, le dice él, te besaré cuando salgamos, con ese fondo musical que ahora oyes y que pronto se te antojará la melodía de un sueño propio. Y tú piensas que será así de fácil, duda ella. Nada hay escrito, corazón, apostilla. Por supuesto, dice él. Nosotros escribimos nuestras propias biografías, armamos nuestros sueños, cotejamos el horizonte más propicio. Entonces, saca un pilot de su americana y lo pone sobre la barra. Y eso, pregunta ella. Para que escribas lo que te va a ocurrir a partir de este momento, le dice él.

Y ahora me pedirás que salgamos, imagino, observa ella. Lo mira con un brillo en los ojos que no traía en la mirada cuando se conocieron hace solo unos minutos. Sí, será mejor cambiar de lugar. Yo pago, dice él. Cuando salen la noche no es tan fría ni tan oscura, se oye ya lejana una canción que no recuerda ninguno de los dos. Y ahora, imagino, es cuando me besarás, entiende ella. Él no dice nada, se acerca, la atrae hacia él y la besa. Le gusta su perfume, sus labios húmedos, el azul claro de sus ojos que brilla ahora con más intensidad. Y ahora te pediré que me acompañes a casa, imagino que es el próximo paso. En efecto, ahora te acompañaré al apartamento, dice él. Y cuando lleguemos, también te pediré que subas al apartamento a tomar la última copa. Así será, dice él. Es lo normal, no, pregunta. Y a ella la idea no le desagrada. Siempre lo haces así, le pregunta a él. No. Nunca. Solo hoy. Pretendes que me crea que soy la única que va a caer en tus redes de seductor de pacotilla. Bueno, allá adentro, cogiste el pilot y garabateaste, sin escribir, algo que flotaba en tu mente. Y qué escribí, pregunta ella. Escribiste lo que está ocurriendo, dice él. Desde luego, suspira ya excitada, vaya cara que tienes. Y pretendes que me crea que yo soy la única. Claro. Por supuesto que eres la única, confiesa él, con un tono más trascendente en la voz. Y ahora subiremos y me pedirás que nos acostemos y hagamos el amor, intuye ella. Bueno, ya es igual quien tome la iniciativa, no te parece, de aquí no escapa nadie, ni tú ni yo, no tendría sentido, dice él. Es más, me gustaría que tomaras tú la iniciativa, le dice él. Y ella, desconcertada y sonriente, calla. Se supone que también otorga. Los dos andan por la calle, sin prisas, sin cogerse de la mano, rumbo a materializar un sueño que nunca soñaron por complejo e inverosímil, por simple y completo. Pero ambos saben que lo que va a ocurrir esta noche no estaba dibujado en los astros, y que construir la vida a nuestro antojo, y sin otra previsión que inventar el momento, posiblemente sea la aventura más extraordinaria que nos depara un destino que nunca está escrito.

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