viernes, 5 de abril de 2013

Todos los sueños son posibles

Su vida había sido convencional, muy convencional. Vamos, al uso. Cuando estudiaba en la universidad conoció al hombre que hasta ayer amaba. Tal vez lo ame todavía. Su existencia era pura rutina: un sueldo para andar por casa, expectativas modestas, esperanzas desvencijadas, pocas locuras que echarse a la boca. Siempre fue una mujer discreta, en el vestir, en el modo de estar, en el tono de voz, en las argumentaciones que ella misma se formulaba para que su vida tuviese sentido. Cuando ella tuviese trabajo fijo, iría derechita al matrimonio. Para toda la vida, además. De eso, no había dudas.

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El novio de siempre era hombre serio, honrado, de familia honorable, de saber estar en público, de gustos vulgares. Le gustaba el fútbol, pero no el Barcelona. Lo que no se entiende. Presumía de ser hombre culto, pero nunca leyó una buena novela. Algo que tampoco se entiende. Y decía que la mujer de su vida era ella, cuando solo había estado con ella. Algo que ni se entiende ni tiene sentido.

A ella le pasaba algo parecido. Había estado a su lado desde que el sexo se le despertó entre las piernas como una rosa sangrienta y comenzó a palpitarle como un segundo corazón. Estaba más atenta a los latidos de la entrepierna que a los del pecho. De manera, que cuando se quedaba a solas con ella misma intentaba apagar esa furia interna que no la dejaba dormir.

Él era un amante sobrio, poco arriesgado en los juegos de azar, como es el amor. Le gustaba apostar a caballo ganador: siempre a la misma hora, en la misma postura, con las prevenciones adecuadas. Y como con el vino, nunca repetía segunda copa. La adicción, pensaría tal vez, es difícil de domeñar. Ella, por el contrario, imaginaba mañanas y tardes y noches destrozada por los avatares del sexo, siempre deseada y deseosa y curiosa de esas experimentaciones que rompen los sueños por varios costados.

Se imaginaba tendida en la cama, con las piernas abiertas, a la espera de que él observara con atención tendenciosa su sexo deshabitado y hondo, como una fruta colgada de un árbol sin dueño. Pero él se concentraba en diseñar la estabilidad del futuro más que en observar y arrebatarle por derecho una ofrenda que no tenía parangón posible para ella.

Así fue hasta que aquella tarde, tomando una leche tibia, conoció al otro. Estaba sentado a la barra, bebiendo whisky, siempre de la misma marca, con una piedra de hielo y sus dedos vigilando el vaso, como si alguien pudiera arrebatárselo. Ella vio sus dedos, pero al lado no estaba el vaso, sino próximo, cada vez más próximo, su sexo entregado.

Imaginó que él le humedecía el sexo con whisky y después lo bebía como el licor más embriagador. Joder, en qué estaría pensando, dijo ella. No estaban solos, pero todos se percataron de su espasmo y su desconcierto. Ella disimuló su incomodidad acercándose a los lavabos. En el espejo observó su mirada de gata encelada y pensó para sí que ya nunca sería la misma. Se vio los ojos con la inocencia perdida y un brillo hermoso que le intimidaba y le abrumaba a la par.

Cuando volvió, todos se habían ido, menos él. Los excusó con la frase de que tenían que madrugar y con el deseo que esperaba de que ella no tuviera que hacerlo. Sí, también tenía que madrugar, pero se quedó a su lado, no sabía por qué razón. O sí lo sabía. Él le pidió un whisky y ella aceptó no sabía tampoco por qué razón. O sí lo sabía. No le gustó el sabor del whisky, pero tampoco le desagradó.

Él tenía un aire descuidado de hombre de mundo, pero ya alejado del tumulto y de las aventuras hueras. A ella le gustaban sobre todo sus manos: dedos largos, piel suave, uñas perfectas y cuidadas. Tenía aires de jesuita arrepentido, un don de la palabra que no era de cura precisamente, pero manejaba las frases como un brujo los artificios de la magia, pensaba ella.

No sabe cómo ocurrió, pero se dejó llevar cuando él la besó. Cuando le dijo vámonos ya sin decir a dónde. Y ella se vio caminando a su lado sin conocer el destino, aunque adivinando la recompensa del paseo. Después se vio tirada en la cama, desnuda como nunca se había sentido, con las piernas abiertas y el sexo limpio para mancharlo de placer y de pecado, y llenarlo de sensaciones que le quemaban las piernas y le subían hasta el corazón y la garganta y los ojos.

Ella no dijo nada. Le dejó hacer a él que, como buen explorador, y en orden creciente, pensó que la vida se le acababa allí y que después todo sería rutina y vuelta a empezar el mismo sueño que ya no sabía si era vida o ensoñación, aunque tampoco le importaba.

Cuando volvió a recuperar la razón, o algo de ella, habían transcurrido ya unas semanas después de aquella noche loca y extraña y única, y ahora miraba al hombre de antes como si ya no le conociera y no quisiera estar a su lado. A cualquier pregunta, ella asentía sin más. No habían vuelto a hacer el amor.

Su cabeza no podía echar afuera a aquel otro hombre que la había zarandeado a su antojo como nadie antes lo había hecho en una noche que ya nunca lograría olvidar. Lo buscó por toda la ciudad sin resultados. Nadie le concretó su paradero, ni su oficio, ni sus costumbres, ni sus amistades. De vez en cuando él iba a aquel bar, se sentaba a la barra con un whisky en las manos y abría algún libro, o miraba a través de la ventana el silencio de la noche. Lo esperó cada noche, con la conciencia de que nunca lo encontraría.

Desde entonces, se fue volviendo más huraña, más introvertida, más suya, decían los otros, pero ellos también observaban en el balanceo de sus manos las huellas de quien había abrazado la felicidad. No le dijeron nada, tampoco él, que entendió sin palabras que el tiempo de sus propuestas había sucumbido frente a la tentación de los sueños consumados.
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