viernes, 3 de mayo de 2013

Las cenizas del tiempo

No quedó nada de aquel encuentro, como a veces no queda nada después de que el viento arrase los últimos bastiones de la memoria. Cuando volvió a encontrarla –o mejor, cuando se tropezó con ella- no la reconoció en el primer instante. Tardó tanto, que ella alcanzó a pensar que él era otro hombre y no aquél que amó como a nadie cuando era tan joven.

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Suele ocurrir. El tiempo volatiliza los recuerdos, y detrás solo deja cenizas dispersas que no son de nadie y que nadie reconoce como propias. Le pareció un hombre diferente, aun siendo el mismo, pero todavía conservaba la mirada huidiza, la sonrisa perenne, las manos grandes de los abrazos olvidados, la palabra ágil, la compostura férrea.

Cuando él alcanzó a entender quién era, ella ya se había ido del pasado a un futuro que no podrían compartir. Le gustó volver a verla, pero no hubo en sus palabras ningún signo evidente de nostalgia. Era una criatura reciclada, diseñada para el tiempo que ahora se avecinaba.

No vio en él al poeta que ya nunca será, ni al seductor implacable que sus sueños desvaídos. Le dijo que se alegraba de volver a verlo, de que todo le fuera bien. Cuando le dijo adiós, supo que era para siempre. Solo le asaltó la duda de cuándo se produjo el cambio, de cuándo dejó de ser el hombre que ella había amado y, como consecuencia, cuánto tiempo estuvo enamorada de un hombre que ya no existía. Esbozó una sonrisa, porque supo ahora con toda certeza que el tiempo del ayer había fenecido, y esa sensación de libertad fortuita la llevó a otro mundo nuevo que no le desagradó en absoluto.

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