martes, 28 de enero de 2014

Una despedida precipitada

Después se quedó sola, esperando que un mal viento se la llevara a otro sitio. Estaba quieta, sin vida, ansiando un final que todavía no era. No sabe por qué le pasó, ni adónde dirigir sus pasos ahora. Es como si de golpe todo se cayera al suelo, como si el mundo se derrumbara a sus pies, y nada quedara donde tenía que estar. Las catástrofes es lo que tienen: vienen sin anuncio previo y cuando nadie las espera, y lo dejan todo roto sin razón alguna o, al menos, sin una causa clara o evidente.

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Ella estaba quieta y sola en mitad de la habitación. Apenas unos segundos antes había abierto la puerta de entrada, se había despojado del abrigo y del foulard, había dejado en la mesa las bolsas de la compra. Fue ahí que vio la carta. Sabía que era de él. Y sabía también que era una despedida. Sobria y fría. Cuando reaccionó, volvió a coger las bolsas de la compra, vació su contenido sin prisas, pensando más en la vida futura que en la felicidad usurpada.

Había cumplido 32 años. Era una mujer hermosa y vital, valorada en su trabajo y con un futuro infalible a sus pies. Él era de una vulgaridad aplastante. Pero ella le amaba. Cuesta entender los sentimientos de algunas mujeres, pero la vida está construida con esos materiales. Él había jugado con doble baraja. Se ve que todos los tontos no corren la misma suerte. Y había elegido a la otra. Esa noche, ella le iba a decir que estaba embarazada, de tres meses ya, y que la hacía feliz compartir esa alegría con él. Él, obviamente, nunca llegaría a enterarse. Es lo que tienen las despedidas precipitadas.

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