domingo, 13 de abril de 2014

El rabo del mundo

Desde entonces se quedó sola, con una sensación amarga en la boca de haberse equivocado en algún momento. Ella sabía que todos los hombres no eran iguales y que, por esa misma razón, no podía culpar a todo el género de los tropiezos de un solo miembro de ese mismo sexo. Pero ya no quiso volver a las noches locas de la juventud, ni se atrevió a apostar por una relación, por sólida que aparentemente se mostraba a ojos de los demás.

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No le importó decirlo con pocas palabras y firmes, y repetirlo hasta la sociedad cuando todos intentaban convencerla de lo contrario. No le importó asumir esa condición de mujer extraviada que muchos le concedían ni interpretar el papel mujer hundida que otros entonaban. Cada día le gustaba menos aquella vida de apariencias frágiles y de relaciones impuestas o impostoras, inoportunas e insípidas. Se quedó el tiempo suficiente para no doblegarse ante los demás.

Cuando supo adónde ir, decidió el día de la partida. Se fue despidiendo de todos y de uno en uno, con una despedida estudiada y efectiva, sin melancolía ni indecisión. El día anterior al viaje, lo vio. Estaba, como siempre, sentado en la misma terraza, con una cerveza helada en la mesa y un libro abierto que no leía. Le dijo que se iba sin frases trascendentes, como quien sale a la calle para volver enseguida. Él no supo qué decir. En realidad, nunca supo qué decir. Ella se sentó y aceptó la cerveza que le ofrecía.

Cuando anocheció seguían hablando sin pasión, sin reproches, sin cerveza. Él le dijo que no entendía por qué se iba. Y ella fue sincera por primera vez, le dijo que no podría verlo con otra mujer, que no lograba olvidarlo, que no podría amar a otro hombre, y que con él tampoco quería correr ya ningún riesgo. A fin de cuentas, le dijo, estoy bloqueada, necesito verle el rabo al mundo, o coger al mundo por el rabo, no sé, dijo sonriendo. Era la primera vez que sonreía desde hacía mucho tiempo. A él le gustó que sonriera. Bueno, le dijo, igual agarro la maleta y mañana cojo tu mismo tren. No me digas que serías capaz de venir conmigo a cogerle el rabo al mundo, preguntó ella. Creo que sí, le dijo, siempre pensé que el mundo, como el perro, tenía rabo. No quisiera perdérmelo por nada.

A la mañana siguiente subieron juntos al mismo tren, se sentaron juntos en el mismo coche, cogieron sendos libros y pidieron dos cervezas muy frías. Ella, de golpe, se quedó muy seria, mirándolo fijamente, y le preguntó sin tapujos: y qué pasará si el mundo no tiene rabo o alguien se lo ha cortado. Él no acertó a decir nada. Menos mal. Y los dos empezaron a reír a carcajadas, como si el rabo del mundo les importara un huevo (con perdón).

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