domingo, 16 de noviembre de 2014

La higuera

Hay una higuera sin frutos y viñas que circundan su entorno en un paisaje amarillo de hojas muertas. Es un otoño habitado de colores marchitos. La tierra gris y rojiza, tal vez también de un marrón indefinido y apagado. Un frío seco, de invierno prematuro, cruza de punta a punta y atraviesa la corteza de los árboles. El vino es turbio y refrescante, un mosto que cobra vida y sabor propios, únicos. El cielo es de un azul huidizo y quebrado de nubes fugaces y extraviadas.

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Hoy tampoco lloverá, se dice este hombre. Le gusta agacharse y coger con su mano derecha un terrón húmedo, lo rompe y lo huele, desentrañando el tiempo venidero y la fortuna improbable. Esta tierra es pobre, poblada de cepas y de olivos, pero, en estos días que completan y agotan un año incierto, a este hombre le gusta advertir en los laberintos de estas suaves colinas las perdices y las liebres huyendo de un peligro inexistente, el ritmo efectivo y matemático de las estaciones que cumplen su ciclo natural.

Siempre retorna al lugar de origen, mete el catavinos en la tinaja, lo sumerge sin soltarlo y, al sacarlo lleno de vino nuevo, lo mira al trasluz. Al fondo, una higuera apenas imperceptible, le dice dónde está. Cuando bebe, sin prisas, saboreando de un solo trago las entrañas de estas tierras, se reconoce a sí mismo, con la copa en la mano, en mitad de un mundo que no entiende y que le importa un higo.

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