miércoles, 4 de febrero de 2015

El tiempo que no existe

Ella tiene la sensación baldía de que el tiempo no se mueve, de que se acurruca como un gato acostado y permanece indiferente al paso de las horas. Ella tiene un reloj colgado en la pared de la cocina, con las agujas paradas en una hora indefinida. Siempre la misma hora. No se sabe si es la del día o será la de la noche, ni desde hace cuánto. Aquí el tiempo no importa, o no existe, da igual.

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Ella vive en un solo momento que nunca se agota, sin medir el tiempo. Eso, si el tiempo se pudiera medir, sonríe ella socarrona. A veces, se mira las manos. Observa arrugas imperceptibles. Las manos son suaves. Cuando acaricia al gato, este agradece la ternura que recoge. A veces, abre la puerta y observa cómo la ciudad se esparce, como un charco de agua, por doquier. Sabe que algo ocurre en todas partes que todo lo modifica, todo lo condiciona, lo trasforma en algo nuevo y diferente.

El mundo va cambiando a su alrededor, pese a que no le guste. Tiene calor. Enciende el ventilador y, en el aire que esparce, percibe que el tiempo acurrucado en cualquier parte se escabulle por los resquicios de cualquier objeto, de las paredes y ventanas, que va y viene y se vuelve a ir. Sabe ahora que nadie puede detener el paso del tiempo. Se mira a las manos y entiende que el tiempo está siempre aquí, que nosotros nos vamos, callados, sin molestar, a otro lugar, donde nadie acierta a entender que el tiempo ya no estará pisando sombras a nuestro alrededor.

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