viernes, 7 de agosto de 2015

La noche (1)

El verano es tórrido, irrespirable. Pero hoy la noche es fresca, apacible. No hay estrellas. El viento de África tiende sobre la superficie del mar una cortina de calima espesa que oculta las estrellas y que trajo por la tarde un aire de bochorno que la madrugada diluye. El mar está manso, como un perro cansado y feliz, y la arena tiene un gris sin brillo que no es de tarjeta postal. Aquí, ahora que los turistas duermen y los pescadores faenan próximos a la orilla en sus barcos de arrastre, la vida parece un añadido a la existencia cotidiana.

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A los bares les han prohibido interrumpir nuestros sueños con la música comercial y ratonera de otros años, y ahora, aquí, con un silencio inaudito, este hombre escucha el leve rumor del agua marina que espera otros vientos e inventa otros naufragios. Aquí, donde el mar lame estas arenas grises y los pinos mediterráneos perfuman el aire de una pureza difícil de identificar ya, este hombre, el último parroquiano de un bar en desuso a estas horas, agota el último gintónic de la noche, reconfortado en un sofá blanco de piel falsa que mira a la playa.

Aquí, tendido sin mirar y sin beber, después de haber mirado y haber bebido, esquiva la conversación del vigilante jurado que, armado en este paraíso sin guerras y sin enemigos a quienes derrotar, confiesa pecados menores sin trama y sin tensión narrativa. El hombre no dice nada, pero prefiere el silencio que este otro le niega. El vigilante jurado le ofrece un sorbo de whisky de una petaca vestida de cuero de vaca. El whisky es barato y le quema la garganta. “Joder, está caliente”, dice este hombre. Lo dice sin piedad y pide perdón. Agradece el gesto. Después mira al mar, que es lo que estaba haciendo. Mirar sin pensar. Nada más. Detener un momento la vida en mitad de un mundo que no entiende.
Es hora de acostarse tal vez, y de dormir, si lograra consolidar el sueño. Pero sabe que la noche es larga y está vacía. Sabe que en momentos como este la mirada se reduce a uno mismo, que ningún marinero o ningún turista ve más allá, porque no hay nada más allá ni nunca, porque todo se reduce a un espacio limitado pero de fronteras difusas y de peligros inocuos.

Este hombre, retrepado contra su propio cuerpo, mira al mar y observa cómo una mujer avanza hasta este sofá blanco de piel falsa. No sabe de dónde surge esta imagen real, ni cómo va llegando hasta acá. La mujer anda despacio, esquivando la arena fina de la playa. Trae un cansancio melancólico en las piernas y unos ojos claros, que él no ve y que horadan los contornos indescifrables de la oscuridad. Él observa a esta mujer que le ofrece la noche, aquí, retrepado contra los avatares inciertos que propicia el azar. Él no lo sabe, pero un punto de inflexión en su biografía modificará a partir de ahora un devenir que sospechaba baldío e irracional.

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