La mañana amaneció limpia, pero el cielo se fue encerrando en sí mismo de poco a poco hasta que la lluvia, de granos menudos y agradables, inundó las calles de un agua providencial. La lluvia trajo también una temperatura suave al ambiente, una bajada del mercurio que vaticinaba también una primavera encendida que se había anticipado después de un invierno seco y árido. Ella miró la ciudad desde la ventana del hotel y pensó que era llegado el momento de volver a casa. Se lo dijo al hombre que buscaba en Google un paisaje inusitado y, al escuchar la sugerencia de la mujer, entendió que aquel viaje sin destino había tocado a su fin. No puso ninguna objeción. Creyó también que, con toda probabilidad, le vendría bien retornar al punto de partida y de encuentro.
La mujer le dijo que le apetecía volver a casa, descorchar una botella de buen vino, preparar una cena liviana aunque sustanciosa, compartir con él las horas de sobremesa y proponerle después un futuro sin fisuras, apostar por una vida sencilla, si a él le apetecía también, un espacio en el que las escaramuzas y de más estrategias no tendrían lugar. El hombre, abstraído sin sorpresa por un proyecto que ya consideraba consolidado, comenzó a preparar el equipaje sin decir nada. Después la miró sin palabras y solo acertó a decir: “Vamos a casa”. Sí, vamos, pensó ella, sin decir nada. Para qué hablar. Ya en el avión imaginaron de nuevo la vida que se consumía a sus pies.
No trajeron con ellos ni un solo recuerdo de aquel viaje disparatado. Ella pensaba, después de casi cuatro semanas, incorporarse de nuevo al trabajo. Mataba las horas en una agencia de viajes, donde cada vez que vendía un boleto reconstruía a través de las fotos del catálogo o de la revista tantos rincones del mundo que jamás reconocería. Ahora, sin embargo, de vuelta a la monotonía de una vida apaciguada por los años, parecía hacerlo con el mundo dentro de ella, como si ya no necesitara moverse de un mismo lugar para saber que el mundo, básicamente, es igual en todas partes. Lo pensó mirando de soslayo al hombre que tenía a su lado. Despertaría cada mañana en el lugar que quería estar, el que había elegido para compartir con él.
El hombre sabía que cuando la mujer no dice nada es porque se siente feliz. La conocía ya lo suficiente para no inventar otra sorpresa que una sonrisa cuando era necesaria o un sencillo abrazo para sortear la soledad más contumaz. Él sabía que los años, a una determinada edad, no han alcanzado todavía a desbaratar los sueños si esos años se han conservado al margen de otros daños colaterales. La madurez, esa palabra tan estoica que a todos los seres humanos ha carcomido hasta romperles las entrañas, habita demasiado temprano las primeras ilusiones incipientes, cuando apenas son flor de un día o de un instante fugaz. Más tarde, allá, donde ardió un fuego inextinguible, ni siquiera las cenizas muestran huellas de aquellas hazañas desproporcionadas que habitaban sueños indomables. Después no queda nada, apenas queda nada. Hace daño abrir esas cajas de fuegos apretados entre bastidores, desteñidos por la carcoma del tiempo y por la devastada voluntad que nunca sobrevive a los últimos embates de una vida que siempre quisimos diferente.
Un día, de golpe, alguien despierta a un nuevo día, y sabe que ahí está la vida en todo su esplendor, que no había que cruzar océanos ni remontar cordilleras, que sobran otros idiomas para entender este otro que balbucea adentro de cada cual palabras ininteligibles que nunca entendimos hasta hoy. Ahora este hombre, que siempre anduvo de allá para acá, y que cualquier otro día posiblemente emprenderá otros muchos viajes que nunca imaginó, le basta con volver al lado de esta mujer donde esta mujer quiera estar. Allí, frente a un río salvaje que duerme a la sombra de una ciudad que vive ajena a su presencia, este hombre ha echado amarras, consciente de que el río siempre anuncia con su presencia un rumbo indefinido que se abre sin buscarlo adentro de cada uno, adentro también de él. Y también adentro de ella. Así lo quiere entender o sencillamente así lo entiende.
La mujer le dijo que le apetecía volver a casa, descorchar una botella de buen vino, preparar una cena liviana aunque sustanciosa, compartir con él las horas de sobremesa y proponerle después un futuro sin fisuras, apostar por una vida sencilla, si a él le apetecía también, un espacio en el que las escaramuzas y de más estrategias no tendrían lugar. El hombre, abstraído sin sorpresa por un proyecto que ya consideraba consolidado, comenzó a preparar el equipaje sin decir nada. Después la miró sin palabras y solo acertó a decir: “Vamos a casa”. Sí, vamos, pensó ella, sin decir nada. Para qué hablar. Ya en el avión imaginaron de nuevo la vida que se consumía a sus pies.
No trajeron con ellos ni un solo recuerdo de aquel viaje disparatado. Ella pensaba, después de casi cuatro semanas, incorporarse de nuevo al trabajo. Mataba las horas en una agencia de viajes, donde cada vez que vendía un boleto reconstruía a través de las fotos del catálogo o de la revista tantos rincones del mundo que jamás reconocería. Ahora, sin embargo, de vuelta a la monotonía de una vida apaciguada por los años, parecía hacerlo con el mundo dentro de ella, como si ya no necesitara moverse de un mismo lugar para saber que el mundo, básicamente, es igual en todas partes. Lo pensó mirando de soslayo al hombre que tenía a su lado. Despertaría cada mañana en el lugar que quería estar, el que había elegido para compartir con él.
El hombre sabía que cuando la mujer no dice nada es porque se siente feliz. La conocía ya lo suficiente para no inventar otra sorpresa que una sonrisa cuando era necesaria o un sencillo abrazo para sortear la soledad más contumaz. Él sabía que los años, a una determinada edad, no han alcanzado todavía a desbaratar los sueños si esos años se han conservado al margen de otros daños colaterales. La madurez, esa palabra tan estoica que a todos los seres humanos ha carcomido hasta romperles las entrañas, habita demasiado temprano las primeras ilusiones incipientes, cuando apenas son flor de un día o de un instante fugaz. Más tarde, allá, donde ardió un fuego inextinguible, ni siquiera las cenizas muestran huellas de aquellas hazañas desproporcionadas que habitaban sueños indomables. Después no queda nada, apenas queda nada. Hace daño abrir esas cajas de fuegos apretados entre bastidores, desteñidos por la carcoma del tiempo y por la devastada voluntad que nunca sobrevive a los últimos embates de una vida que siempre quisimos diferente.
Un día, de golpe, alguien despierta a un nuevo día, y sabe que ahí está la vida en todo su esplendor, que no había que cruzar océanos ni remontar cordilleras, que sobran otros idiomas para entender este otro que balbucea adentro de cada cual palabras ininteligibles que nunca entendimos hasta hoy. Ahora este hombre, que siempre anduvo de allá para acá, y que cualquier otro día posiblemente emprenderá otros muchos viajes que nunca imaginó, le basta con volver al lado de esta mujer donde esta mujer quiera estar. Allí, frente a un río salvaje que duerme a la sombra de una ciudad que vive ajena a su presencia, este hombre ha echado amarras, consciente de que el río siempre anuncia con su presencia un rumbo indefinido que se abre sin buscarlo adentro de cada uno, adentro también de él. Y también adentro de ella. Así lo quiere entender o sencillamente así lo entiende.
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