Guzmán y Lara observan cómo el vigilante jurado rellena la petaca y bebe un trago generoso del líquido vertido. Guzmán mira a Lara y le dice que le gusta su nombre, que le gusta lo que representa su nombre. Lo que representa para él, claro. Un nombre que inevitablemente une a al escritor ruso Borís Pasternak. Es una historia tremenda, una historia de amor, una historia triste y real, dice él, como si la recordara a cada instante, como si la hubiera vivido. Cuéntamela, dice Lara. Guzmán mira a esta mujer magnética y enigmática, bella en esta noche oscura, con un mar de fondo que la embellece aún más. Igual no te gusta, dice. Pero quiero conocerla, dice ella, será como conocerte un poco más a ti. Y quién sabe, quizá también un poco más a mí. Conservo un recorte de prensa, comienza relatando Guzmán, como si fuese un pedazo de vida desgajado de la historia, como si fuese una verdad tremenda que ha hecho añicos una de las historias de amor más bellas de la literatura del siglo pasado. Ahora, por esa noticia, sabemos que Olga Ivinskaya delató a Borís Pasternak para evitar la publicación de El doctor Zhivago. En efecto, como imaginarás, dice Guzmán, Ivinskaya fue el prototipo de Lara Guishar, la heroína de esta novela, que David Lean recuperó para el celuloide en el rostro de Julie Christie. Y fue Julie Christie quien nos hizo pensar cuando éramos más jóvenes que el amor incondicional no solo es una quimera, sino también que más allá de la literatura el compromiso sobrevive pese a todos los reveses de la vida.
Desafortunadamente, concluye Guzmán, la historia es más testaruda que la ficción y menos voluble que los sentimientos.
No te detengas ahora, dice Lara, que el corazón se me sale dando saltitos. Guzmán prosigue. Hasta ahora se sabía que Olga Ivinskaya fue quien pasó a máquina y editó el manuscrito de El doctor Zhivago, y que entregó la copia a una pareja de periodistas italianos que visitaron Peredelkino y sacaron la copia de la antigua URSS de contrabando. La novela de Borís Pasternak apareció por primera vez en 1957, editada por Giangiacomo Feltrinelli. La historia de amor de Lara no era sino la radiografía literaria de la vida de la Invinskaya. Cuando David Lean la llevó a la pantalla, el mundo entero se sobrecogió con aquella historia de amor extraviada entre los acontecimientos que cambiaron la Rusia de 1917.
Sin embargo, dice Guzmán, Lara Guishar logró sobrevivir más allá de la revolución rusa, pero Olga Ivinskaya cayó sin pena ni gloria en el olvido unos años después. De hecho, cuando murió en 1995, los diarios apenas dedicaron unas líneas a la musa de Pasternak. La protagonista de El doctor Zhivago, por el contrario, sobrevive pese a la cuestionada calidad literaria de este imperfecto libro de amor. Ahora se sabe, además –el tono de Guzmán se vuelve casi detectivesco-, que Ivinskaya delató al escritor para evitar los campos de concentración, en los que entró ya embarazada. En la carta que Olga escribió a Nikita Kruschev, un año después de haber muerto Pasternak, le pedía que le rebajara la pena y en la misma confiesa que hizo cuanto pudo porque el escritor evitara todo contacto con extranjeros. En la misma misiva, cuando hace referencia al intento del Partido Comunista por evitar la publicación de El doctor Zhivago, Ivinskaya quiere compartir un mismo destino. Y escribe más o menos literal: “Hice todo lo que estaba dentro de mis posibilidades para evitar la catástrofe, pero estaba más allá de mi poder el neutralizarlo todo a la vez”. Más adelante, añade: “Me gustaría aclarar que fue Pasternak por sí mismo quien escribió la novela, fue él quien recibió dinero a través de un medio de su elección. No se le debería considerar como un corderito inocente”.
A Lara le gusta escuchar a Guzmán, le gusta su voz grave, seca, que narra con realismo el melodrama de esta historia que parece inventada pero que es tan real como la vida misma. No queda ahí todo, prosigue Guzmán. Cuando Ivinsjkaya escribía estas palabras, Pasternak ya estaba muerto, y acaso solo sean unas confesiones para evitar más días de prisión. No creo, dice Guzmán, después de todo, que el airear estas cartas, el tender sobre la mesa como una víctima necesaria el descubrimiento de una traición, haga añicos una historia de amor que ha sobrevivido a la ficción de la literatura y al compromiso de la historia.
Pero nunca sabe nadie, advierte Guzmán, y acaso estas dudas de traición, más que resquebrajar el pasado, consoliden la verdad sobre la fábula, la vida sobre la muerte, la necesidad de querer seguir viviendo a la represión de un aparato opresor tan poderoso como el de José Stalin. Acaso ahora que conocemos otro ángulo de la verdad, de esa verdad sobre la que se construyen las grandes mentiras, logremos reconstruir no la historia que Pasternak inventó para vender como libro, sino aquella otra que vivió al margen de los acontecimientos revolucionarios del momento y que hace unos años una simple carta pretendía saltar por los aires. Acaso, sugiere Guzmán, no se debieran publicar nunca las correspondencias entre dos personas que escriben para ellas dos, ni los originales que el autor nunca quiso publicar, ni tampoco estas cartas que solo nos llevan a adivinar que la vida goza de ciertas impurezas que empeñan toda relación amorosa, y que siempre son de prever aunque nunca aparezcan las cartas delatoras.
Hay indicios de que Ivinskaya delató a más gente, asegura Guzmán. Su hija, Irima Yemelyanova, alegó que la carta a Kruskev solo refleja una necesidad desesperada de salir del gulag por cualquier medio, recurriendo incluso a esta táctica de acusar a Pasternak. Pero Ivinskaya desconocía que estos no son privilegios que pueda asumir la amante de un escritor disidente. Porque él escribió la fábula, concluye Guzmán, pero la historia aún está por escribir.
Lara no sabe qué decir. Ella, de algún modo, también se siente la amante extraviada de Pasternak, quisiera ser también la Lara Gishar de la novela, quisiera ser esas dos mujeres a la vez, amar como ellas amaron a un solo hombre, incluso en momentos de conflicto dispares y aún no acontecidos, ser protagonista de una novela y de una vida a la par, escritura de lo vivido, vida escrita para siempre, fábulas perennes que nos sobrevivirán, la sospecha contrastada de que esas historias alguien las vivió y las quiso contar para que el olvido no las extraviara. Siente algo de frío en esta noche húmeda y negra, en esta noche distinta en la que ha roto con un destino que no era el suyo. No sabe qué decir. Tampoco sabe si debe decir algo. Ve que el guarda jurado ha dejado de beber, ve que vuelve a llenar la petaca y que después cierra la puerta del bar. Lara se acerca a Guzmán y lo besa en los labios. No se le ocurre otra cosa. Este va por Lara Gishar y este otro por Ollga Ivinskaya. Guzmán no protesta y se le queda mirando. Y este otro va por mí, dice Lara.
Desafortunadamente, concluye Guzmán, la historia es más testaruda que la ficción y menos voluble que los sentimientos.
No te detengas ahora, dice Lara, que el corazón se me sale dando saltitos. Guzmán prosigue. Hasta ahora se sabía que Olga Ivinskaya fue quien pasó a máquina y editó el manuscrito de El doctor Zhivago, y que entregó la copia a una pareja de periodistas italianos que visitaron Peredelkino y sacaron la copia de la antigua URSS de contrabando. La novela de Borís Pasternak apareció por primera vez en 1957, editada por Giangiacomo Feltrinelli. La historia de amor de Lara no era sino la radiografía literaria de la vida de la Invinskaya. Cuando David Lean la llevó a la pantalla, el mundo entero se sobrecogió con aquella historia de amor extraviada entre los acontecimientos que cambiaron la Rusia de 1917.
Sin embargo, dice Guzmán, Lara Guishar logró sobrevivir más allá de la revolución rusa, pero Olga Ivinskaya cayó sin pena ni gloria en el olvido unos años después. De hecho, cuando murió en 1995, los diarios apenas dedicaron unas líneas a la musa de Pasternak. La protagonista de El doctor Zhivago, por el contrario, sobrevive pese a la cuestionada calidad literaria de este imperfecto libro de amor. Ahora se sabe, además –el tono de Guzmán se vuelve casi detectivesco-, que Ivinskaya delató al escritor para evitar los campos de concentración, en los que entró ya embarazada. En la carta que Olga escribió a Nikita Kruschev, un año después de haber muerto Pasternak, le pedía que le rebajara la pena y en la misma confiesa que hizo cuanto pudo porque el escritor evitara todo contacto con extranjeros. En la misma misiva, cuando hace referencia al intento del Partido Comunista por evitar la publicación de El doctor Zhivago, Ivinskaya quiere compartir un mismo destino. Y escribe más o menos literal: “Hice todo lo que estaba dentro de mis posibilidades para evitar la catástrofe, pero estaba más allá de mi poder el neutralizarlo todo a la vez”. Más adelante, añade: “Me gustaría aclarar que fue Pasternak por sí mismo quien escribió la novela, fue él quien recibió dinero a través de un medio de su elección. No se le debería considerar como un corderito inocente”.
A Lara le gusta escuchar a Guzmán, le gusta su voz grave, seca, que narra con realismo el melodrama de esta historia que parece inventada pero que es tan real como la vida misma. No queda ahí todo, prosigue Guzmán. Cuando Ivinsjkaya escribía estas palabras, Pasternak ya estaba muerto, y acaso solo sean unas confesiones para evitar más días de prisión. No creo, dice Guzmán, después de todo, que el airear estas cartas, el tender sobre la mesa como una víctima necesaria el descubrimiento de una traición, haga añicos una historia de amor que ha sobrevivido a la ficción de la literatura y al compromiso de la historia.
Pero nunca sabe nadie, advierte Guzmán, y acaso estas dudas de traición, más que resquebrajar el pasado, consoliden la verdad sobre la fábula, la vida sobre la muerte, la necesidad de querer seguir viviendo a la represión de un aparato opresor tan poderoso como el de José Stalin. Acaso ahora que conocemos otro ángulo de la verdad, de esa verdad sobre la que se construyen las grandes mentiras, logremos reconstruir no la historia que Pasternak inventó para vender como libro, sino aquella otra que vivió al margen de los acontecimientos revolucionarios del momento y que hace unos años una simple carta pretendía saltar por los aires. Acaso, sugiere Guzmán, no se debieran publicar nunca las correspondencias entre dos personas que escriben para ellas dos, ni los originales que el autor nunca quiso publicar, ni tampoco estas cartas que solo nos llevan a adivinar que la vida goza de ciertas impurezas que empeñan toda relación amorosa, y que siempre son de prever aunque nunca aparezcan las cartas delatoras.
Hay indicios de que Ivinskaya delató a más gente, asegura Guzmán. Su hija, Irima Yemelyanova, alegó que la carta a Kruskev solo refleja una necesidad desesperada de salir del gulag por cualquier medio, recurriendo incluso a esta táctica de acusar a Pasternak. Pero Ivinskaya desconocía que estos no son privilegios que pueda asumir la amante de un escritor disidente. Porque él escribió la fábula, concluye Guzmán, pero la historia aún está por escribir.
Lara no sabe qué decir. Ella, de algún modo, también se siente la amante extraviada de Pasternak, quisiera ser también la Lara Gishar de la novela, quisiera ser esas dos mujeres a la vez, amar como ellas amaron a un solo hombre, incluso en momentos de conflicto dispares y aún no acontecidos, ser protagonista de una novela y de una vida a la par, escritura de lo vivido, vida escrita para siempre, fábulas perennes que nos sobrevivirán, la sospecha contrastada de que esas historias alguien las vivió y las quiso contar para que el olvido no las extraviara. Siente algo de frío en esta noche húmeda y negra, en esta noche distinta en la que ha roto con un destino que no era el suyo. No sabe qué decir. Tampoco sabe si debe decir algo. Ve que el guarda jurado ha dejado de beber, ve que vuelve a llenar la petaca y que después cierra la puerta del bar. Lara se acerca a Guzmán y lo besa en los labios. No se le ocurre otra cosa. Este va por Lara Gishar y este otro por Ollga Ivinskaya. Guzmán no protesta y se le queda mirando. Y este otro va por mí, dice Lara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario