Habitaban un apartamento de sesenta metros cuadrados. Lo habían comprado unos años después de casados, cuando su sueldo de funcionarios les permitió abandonar el alquiler de una vivienda mejor ubicada, es decir, más cercana al casco antiguo de la ciudad. Pero su ilusión siempre fue ser propietarios, aunque el espacio menguara y el transporte público o privado se hiciera imprescindible en la vida diaria.
Ya se sabe que la felicidad en la casa del pobre dura más bien poco, así que el matrimonio comenzó a hacer aguas por incidentes sin importancia: a la hora de escuchar un disco, ver una película, compartir un partido de fútbol.
A ella le desesperaban los ronquidos profesionales de él, y a él le exasperaban las estancias desmesuradas de ella en el cuarto de baño. En fin, que los sueños se fueron haciendo añicos. Aprendieron, de un solo golpe, que los sueños, como los perros urbanos, necesitan el aire libre y puro del campo para su expansión. Pero quién se lo iba a decir. La vida les fue mejor que el diseño apresurado que habían dibujado unos años atrás.
Sabían ahora cómo restaurar la paz quebrantada entre ambos. Así que adquirieron una vivienda luminosa de dos plantas, con cocina equipada, tres baños, cinco dormitorios, garaje para dos coches y trastero, salón con chimenea francesa, despacho para el hombre de la casa, sala multiusos para la mujer de la casa, espacio recreativo para los hijos que nunca engendraron, terraza cubierta, jardín con riego autónomo, etcétera, etcétera.
Ya nunca más se tropezarían en los pasillos, ni discutirían por la programación de la televisión, ni ella escucharía sus conciertos nocturnos ni él se haría el sordo ante los reproches de una esposa cansada.
Así fue, en efecto. Cada vez se veían menos. A veces, uno no sabía si el otro había salido de la casa o estaba concentrado chateando frente a la pantalla del ordenador una infidelidad necesaria.
Se gritaban si sonaba el timbre del teléfono para que el otro acudiera a descolgar el auricular o para abrir la puerta del hogar, comían a horas distintas y platos diferentes, porque la independencia les había trastornado el paladar, compraron más armarios porque su posición social les había cambiado también el vestuario, y no se arreglaban con los paños de antes. Cada cual andaba con nuevas compañías que el otro no conocía y con horarios tan dispares que parecía que viviera cada cual en su propio domicilio, distantes uno de otro.
Ellos no se dieron cuenta de sus propias imposturas, porque la vida giraba tan deprisa a su alrededor que, cuando quisieron darse cuenta, se apercibieron de que una década es tan breve como la vida que recuerda un anciano: un grano de arena en el desierto, un soplo sin viento en una tarde de estío.
Una crisis económica y financiera sin precedentes los expulsó a ambos del paraíso de la especulación, o tal vez la especulación los encontró a ambos en una burbuja irreal e hipotecada. Se resistieron durante meses a admitir que sus existencias volvieran al mismo cauce anterior.
Pero la vida, ya se sabe, es tan frágil como un huevo cuando cerramos el puño de la mano, o cuando este resbala mesa abajo para estallar en el parqué, y ese tiempo no cuantificable en que el huevo se abre al aire y se rompe delante de nuestras narices es el mismo que ellos necesitaron para saber que sus esperanzas se habían jodido inevitablemente.
Volvieron a un apartamento de sesenta metros, pero esta vez de alquiler. La primera noche que cenaron juntos, después de varias semanas sin cenar, no por no tener dinero sino porque la situación los había dejado lelos, él la miró por primera en su vida a la cara, y vio a una mujer que no conocía. Tenía una mirada quebrada por el tiempo y una ternura impoluta de no haber amado nunca.
Le gustaron sus manos agrietadas por los años y su voz ida de mujer sin esperanzas. Le propuso compartir una botella de vino de aquellos tiempos gloriosos del pasado perdido. Ella, que no bebía, aceptó una primera copa por no discutir. Después le pidió que le volviera a llenar el vaso.
Aquel sabor a terciopelo cortado, esa sensación a uva de laboratorio, le devolvió una luz siempre apagada. Observó al hombre que tenía en frente. No lo reconoció. Le gustaron sus formas de estar, el modo en que cogía la copa y brindaba sin decir palabra y sin saber por qué, y su barba que comenzaba a alimentar canas dispersas. No supo con certeza si ese hombre era otro o bien era ella quien había cambiado.
Aquella noche no pudo dormir, no porque sus ronquidos le rompieran los sueños, sino porque adivinaba que la vida siempre esconde en una de sus curvas una finca sin vallar y sin edificar, abierta a cualquier intruso y al cielo inmenso que la cubre.
Se volvió hacia el costado de la cama en que dormía su marido, lo llamó por su nombre, pero él no oyó nada. Y le dijo: “Duerme, cariño.” Cuando despertó, el hombre la miraba sin parpadear, y no le molestó lo más mínimo. Después ella volvió a cerrar los ojos, porque tenía miedo de abrirlos y no encontrar la misma mirada.
Ya se sabe que la felicidad en la casa del pobre dura más bien poco, así que el matrimonio comenzó a hacer aguas por incidentes sin importancia: a la hora de escuchar un disco, ver una película, compartir un partido de fútbol.
A ella le desesperaban los ronquidos profesionales de él, y a él le exasperaban las estancias desmesuradas de ella en el cuarto de baño. En fin, que los sueños se fueron haciendo añicos. Aprendieron, de un solo golpe, que los sueños, como los perros urbanos, necesitan el aire libre y puro del campo para su expansión. Pero quién se lo iba a decir. La vida les fue mejor que el diseño apresurado que habían dibujado unos años atrás.
Sabían ahora cómo restaurar la paz quebrantada entre ambos. Así que adquirieron una vivienda luminosa de dos plantas, con cocina equipada, tres baños, cinco dormitorios, garaje para dos coches y trastero, salón con chimenea francesa, despacho para el hombre de la casa, sala multiusos para la mujer de la casa, espacio recreativo para los hijos que nunca engendraron, terraza cubierta, jardín con riego autónomo, etcétera, etcétera.
Ya nunca más se tropezarían en los pasillos, ni discutirían por la programación de la televisión, ni ella escucharía sus conciertos nocturnos ni él se haría el sordo ante los reproches de una esposa cansada.
Así fue, en efecto. Cada vez se veían menos. A veces, uno no sabía si el otro había salido de la casa o estaba concentrado chateando frente a la pantalla del ordenador una infidelidad necesaria.
Se gritaban si sonaba el timbre del teléfono para que el otro acudiera a descolgar el auricular o para abrir la puerta del hogar, comían a horas distintas y platos diferentes, porque la independencia les había trastornado el paladar, compraron más armarios porque su posición social les había cambiado también el vestuario, y no se arreglaban con los paños de antes. Cada cual andaba con nuevas compañías que el otro no conocía y con horarios tan dispares que parecía que viviera cada cual en su propio domicilio, distantes uno de otro.
Ellos no se dieron cuenta de sus propias imposturas, porque la vida giraba tan deprisa a su alrededor que, cuando quisieron darse cuenta, se apercibieron de que una década es tan breve como la vida que recuerda un anciano: un grano de arena en el desierto, un soplo sin viento en una tarde de estío.
Una crisis económica y financiera sin precedentes los expulsó a ambos del paraíso de la especulación, o tal vez la especulación los encontró a ambos en una burbuja irreal e hipotecada. Se resistieron durante meses a admitir que sus existencias volvieran al mismo cauce anterior.
Pero la vida, ya se sabe, es tan frágil como un huevo cuando cerramos el puño de la mano, o cuando este resbala mesa abajo para estallar en el parqué, y ese tiempo no cuantificable en que el huevo se abre al aire y se rompe delante de nuestras narices es el mismo que ellos necesitaron para saber que sus esperanzas se habían jodido inevitablemente.
Volvieron a un apartamento de sesenta metros, pero esta vez de alquiler. La primera noche que cenaron juntos, después de varias semanas sin cenar, no por no tener dinero sino porque la situación los había dejado lelos, él la miró por primera en su vida a la cara, y vio a una mujer que no conocía. Tenía una mirada quebrada por el tiempo y una ternura impoluta de no haber amado nunca.
Le gustaron sus manos agrietadas por los años y su voz ida de mujer sin esperanzas. Le propuso compartir una botella de vino de aquellos tiempos gloriosos del pasado perdido. Ella, que no bebía, aceptó una primera copa por no discutir. Después le pidió que le volviera a llenar el vaso.
Aquel sabor a terciopelo cortado, esa sensación a uva de laboratorio, le devolvió una luz siempre apagada. Observó al hombre que tenía en frente. No lo reconoció. Le gustaron sus formas de estar, el modo en que cogía la copa y brindaba sin decir palabra y sin saber por qué, y su barba que comenzaba a alimentar canas dispersas. No supo con certeza si ese hombre era otro o bien era ella quien había cambiado.
Aquella noche no pudo dormir, no porque sus ronquidos le rompieran los sueños, sino porque adivinaba que la vida siempre esconde en una de sus curvas una finca sin vallar y sin edificar, abierta a cualquier intruso y al cielo inmenso que la cubre.
Se volvió hacia el costado de la cama en que dormía su marido, lo llamó por su nombre, pero él no oyó nada. Y le dijo: “Duerme, cariño.” Cuando despertó, el hombre la miraba sin parpadear, y no le molestó lo más mínimo. Después ella volvió a cerrar los ojos, porque tenía miedo de abrirlos y no encontrar la misma mirada.
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