miércoles, 28 de noviembre de 2012

La mujer que le hizo olvidar

Cada día, a la misma hora, entraba en este pub. Pasadas las ocho de la tarde, a la salida del trabajo, le gustaba beber un whisky con poco hielo, sentarse solo a la barra en uno de estos taburetes y pensar que la vida valía la pena. Era de pocas palabras, si bien precisas y acertadas. Manejaba un tono sarcástico en sus sentencias, dibujado a medida. No alzaba la voz si no era para rajar de Rajoy o de Mourinho. “Primos hermanos”, decía. No le gustaban los nacionalismos pero de todos ellos detestaba en esencia el nacionalismo español de la derecha. “Siempre tan rancio”, pensaba.

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No se consideraba un activista de la izquierda, pero de sus lecturas marxistas en la Universidad aprendió a sobrepasar la frontera de la impostura. Aquello del eurocomunismo que se inventó Carrillo le irritaba y el espacio del centro que diseñó Adolfo Suárez le sacaba de quicio. Ahora el centro, ese lugar que él desconocía dónde se ubicaba exactamente, estaba habitado por todas las fuerzas políticas del país. Eso sí, le daba la impresión de que a los habitantes de ese patio los iban a desahuciar muy pronto.

Cuando meditaba sobre los percances que atravesaba su país, se le secaba la garganta y entonces llamaba a la camarera con gesto agridulce y le pedía que le llenara el vaso, el mismo vaso, por favor, le decía. Así mataba las primeras horas de la noche hasta que los párpados, ya algo entornados, le pedían unas horas de descanso. Aun así, todavía alcanzaba a pedir un tercer o cuarto whisky. “Ya sin hielo, gracias”, pedía. “Ya puedo yo solo”, advertía con gesto severo.

Así lo encontró ella una de aquellas noches. Era mucho más joven, divertida, bien proporcionada, sobrada de palabras, mordaz en sus intenciones. Tenía unos ojos color café con leche, con mucha leche y poco azúcar. No tenía la mirada fría. Más bien profunda. Con una profundidad que ahogaba, que hipnotizaba. Es difícil decir. Ella también bebía. Se había venido a España con los padres huyendo de la dictadura argentina, y había hecho carrera en la ciudad dibujando comics. Además, tocaba el piano, eso decía. A ella le gustó su porte de hombre solo o derrotado. “No eres un hombre triste, pero tienes la mirada triste”, le dijo nada más conocerlo. “Los hombres que tienen la mirada triste”, le dijo, “es porque no han olvidado a una mujer”. Le dijo que la única manera de olvidar a una mujer es conociendo a otra. “Las mujeres somos distintas”, le decía. “Todas tenemos un amor enconado de por vida. Y a diferencia de vosotros, no lo queremos olvidar. Seremos imbéciles, pero somos así”. Él no bebía. Solo la miraba.

Ella pidió un whisky y otro y otro. Y cada vez que lo hacía pedía otro para él. “Esta noche quiero estar contigo”, le dijo ella antes de que se fueran. “Con tanto whisky como llevo en lo alto, te sería muy poco útil”, dijo él con palabras entrecortadas y algo ininteligibles. “Te sorprendería de lo que somos capaces las mujeres”, le murmuró al oído. Pagó todo. “Esta noche te voy a hacer olvidar hasta el número del DNI”, le dijo entre susurros. Tenía una media sonrisa que no logro olvidar.

Los vi salir abrazados a una noche limpia y oscura. Caminaban sin prisas, como si ambos supieran adónde iban, sin prisas, como si siempre lo hubieran sabido. De todo esto, hace ya algunos meses. No los he vuelto a ver. Cada tarde, cuando suenan las ocho en el reloj, esperamos con impaciencia a que vuelva a sentarse en ese taburete, pida un vaso de whisky y nos deleite con su lucha revolucionaria. Pero nunca más volvió. Se ve que, en el paquete del olvido, incluyó también la dirección de este pub.

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