Me llamo Eugenio Flores. Yo soy quien mató a dos tigres en una finca de Badajoz. Por eso estoy entre rejas. Me acusaron de tres delitos: tráfico de especies protegidas, la muerte de los tigres y la liberación de especies de fauna no autóctona. Todo eso es cierto. No lo negaré.
Pero debo decir en mi favor que la vocación por la caza supera con creces mi respeto a las leyes. Desde pequeño soñaba con África. Recorría en sueños sus ríos: el Senegal, el Volta, el Zambebe, el Congo, el segundo más caudaloso del mundo, o el Nilo, el segundo más largo del mundo. Mi mundo naufragaba en esos ríos, en los Grandes Lagos, en el desierto de Kalahari, en el delta del Okavango.
Sueño con África desde niño, con la inmensidad de sus tierras, con la luz de sus noches, con sus animales salvajes y libres. No lo niego. Me gustan los safaris. Pero mis negocios no me dejan el tiempo libre que necesito para viajar a esas tierras doradas y calientes. Ésa es la razón que me llevó a montar mi propio safari.
Sólo veníamos los amigos. En fin, no hacíamos daño a nadie. Nos reuníamos allí en la finca Luna Llena para organizar batidas contra tigres o leones o lobos, según. Ésa era nuestra diversión. No hacíamos mal a nadie.
Todo ser humano, a su manera, consume los fines de semana, o los puentes, o las vacaciones. Para nosotros, ese rincón de 70 hectáreas era nuestro paraíso. Un paraíso prohibido para los intrusos, cercado para los animales y vallado con una verja electrificada de más de dos metros de altura.
Sólo algunos agentes del Servicio de Protección a la Naturaleza de la Guardia Civil (Seprona) lograron entrar en la finca e interrumpir una de las cacerías. Fue el día que matamos a aquel tigre, el que salió fotografiado sin vida en la prensa. Puede resultar cruel, lo sé. A veces lo pienso y sé que el juez lleva razón, pero la sangre me puede más que la razón.
Ése fue el día en que también encontraron corriendo a sus anchas por la Luna Llena a otro tigre, enjaulado a un león y cinco cadáveres de lobos. No se trataba de una matanza. Era el fruto de una batida. Eso sí, mucho más rudimentaria que aquellas otras de Kenia en las que a poco dejo mi vida. El safari es como los toros. El animal muere, pero el cazador también expone su vida hasta cobrar su trofeo.
Estos meses que he estado aquí enjaulado me he parado a pensar sobre la maldad que hay en esta tendencia mía a matar animales salvajes. Es un delito y con toda probabilidad sea un error por mi parte. Lo sé. Pero por las noches sueño con África, veo su luna enorme encima de mi cabeza, piso las huellas del león o del rinoceronte, huelo su presencia cuando mis ojos todavía no han alcanzado a definir su edad o su peso.
Antes de matarlos, te miran, como si adivinaran tu intención. Te miran dibujando en su mirada la imposibilidad de estar a la altura del rifle que atrapas entre sus manos. Es cuestión de segundos. La adrenalina se derrama a borbotones. No puedes hacer otra cosa sino apretar el gatillo.
Aquí, tendido boca arriba, entre estas estrechas paredes sueño con la inmensidad de África. Yo he construido en mi finca Luna Llena un pedazo de aquel continente. En aquellas hectáreas de tierra yerma he materializado mis sueños. Allí fui feliz hasta aquel inhóspito día en que un vecino se chivó a la Guardia Civil.
Sé quién es, lo buscaré y pagará por ello, porque los sueños son, como dicen ellos, como los animales. No se les debe tocar. Y él lo hizo. Él precisamente, él que cría toros bravos, negros, hermosos, y los condena a ser víctimas legales de la fiesta. Él que los vio nacer y los crió.
Yo, al menos, a los tigres, a los leones, los compro en Holanda, en Alemania, depende, los traigo, los suelto y les disparo. No les doy cariño, como él. Yo no los traiciono. Yo los dejo en libertad y los persigo hasta matarlos. Sólo es un juego. Por eso estoy aquí encerrado, y no me importa. Ya me he arrepentido, pero nunca lo negaré.
Fui feliz mientras disparaba. Son sólo unos segundos que llenas de vida y de muerte, de peligro y de tensión. Después de todo, eso es la vida. ¿Pero quién se lo dice al juez? Él hace su trabajo y puede que después se acueste soñando con África. Es imposible que nadie nunca no haya soñado con África.
Pero debo decir en mi favor que la vocación por la caza supera con creces mi respeto a las leyes. Desde pequeño soñaba con África. Recorría en sueños sus ríos: el Senegal, el Volta, el Zambebe, el Congo, el segundo más caudaloso del mundo, o el Nilo, el segundo más largo del mundo. Mi mundo naufragaba en esos ríos, en los Grandes Lagos, en el desierto de Kalahari, en el delta del Okavango.
Sueño con África desde niño, con la inmensidad de sus tierras, con la luz de sus noches, con sus animales salvajes y libres. No lo niego. Me gustan los safaris. Pero mis negocios no me dejan el tiempo libre que necesito para viajar a esas tierras doradas y calientes. Ésa es la razón que me llevó a montar mi propio safari.
Sólo veníamos los amigos. En fin, no hacíamos daño a nadie. Nos reuníamos allí en la finca Luna Llena para organizar batidas contra tigres o leones o lobos, según. Ésa era nuestra diversión. No hacíamos mal a nadie.
Todo ser humano, a su manera, consume los fines de semana, o los puentes, o las vacaciones. Para nosotros, ese rincón de 70 hectáreas era nuestro paraíso. Un paraíso prohibido para los intrusos, cercado para los animales y vallado con una verja electrificada de más de dos metros de altura.
Sólo algunos agentes del Servicio de Protección a la Naturaleza de la Guardia Civil (Seprona) lograron entrar en la finca e interrumpir una de las cacerías. Fue el día que matamos a aquel tigre, el que salió fotografiado sin vida en la prensa. Puede resultar cruel, lo sé. A veces lo pienso y sé que el juez lleva razón, pero la sangre me puede más que la razón.
Ése fue el día en que también encontraron corriendo a sus anchas por la Luna Llena a otro tigre, enjaulado a un león y cinco cadáveres de lobos. No se trataba de una matanza. Era el fruto de una batida. Eso sí, mucho más rudimentaria que aquellas otras de Kenia en las que a poco dejo mi vida. El safari es como los toros. El animal muere, pero el cazador también expone su vida hasta cobrar su trofeo.
Estos meses que he estado aquí enjaulado me he parado a pensar sobre la maldad que hay en esta tendencia mía a matar animales salvajes. Es un delito y con toda probabilidad sea un error por mi parte. Lo sé. Pero por las noches sueño con África, veo su luna enorme encima de mi cabeza, piso las huellas del león o del rinoceronte, huelo su presencia cuando mis ojos todavía no han alcanzado a definir su edad o su peso.
Antes de matarlos, te miran, como si adivinaran tu intención. Te miran dibujando en su mirada la imposibilidad de estar a la altura del rifle que atrapas entre sus manos. Es cuestión de segundos. La adrenalina se derrama a borbotones. No puedes hacer otra cosa sino apretar el gatillo.
Aquí, tendido boca arriba, entre estas estrechas paredes sueño con la inmensidad de África. Yo he construido en mi finca Luna Llena un pedazo de aquel continente. En aquellas hectáreas de tierra yerma he materializado mis sueños. Allí fui feliz hasta aquel inhóspito día en que un vecino se chivó a la Guardia Civil.
Sé quién es, lo buscaré y pagará por ello, porque los sueños son, como dicen ellos, como los animales. No se les debe tocar. Y él lo hizo. Él precisamente, él que cría toros bravos, negros, hermosos, y los condena a ser víctimas legales de la fiesta. Él que los vio nacer y los crió.
Yo, al menos, a los tigres, a los leones, los compro en Holanda, en Alemania, depende, los traigo, los suelto y les disparo. No les doy cariño, como él. Yo no los traiciono. Yo los dejo en libertad y los persigo hasta matarlos. Sólo es un juego. Por eso estoy aquí encerrado, y no me importa. Ya me he arrepentido, pero nunca lo negaré.
Fui feliz mientras disparaba. Son sólo unos segundos que llenas de vida y de muerte, de peligro y de tensión. Después de todo, eso es la vida. ¿Pero quién se lo dice al juez? Él hace su trabajo y puede que después se acueste soñando con África. Es imposible que nadie nunca no haya soñado con África.
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