Fabián Pinzón era un buen cristiano, lo que se dice un hombre temeroso de Dios. En cierto modo, también era algo presuntuoso. Veía a un ciego vendiendo cupones y adivinaba el número premiado, pasaba por los kioscos de prensa y componía como un puzle en su cabeza las noticias de primera página de los tabloides.
Fabián Pinzón, como consecuencia, además era supersticioso. No eran simples manías, como esgrimían sus compañeros de trabajo, sino convicciones profundas por las que viajaba al futuro con la certeza de quien vivía la vida anticipadamente. Por no herir a los vecinos, callaba cuando presentía una catástrofe. No quería cambiar sus destinos, es cierto, pero a veces se sentía culpable de su bienestar truncado.
Sonaba el teléfono, y Fabián Pinzón ya sabía de antemano que así sucedería y el mensaje del destinatario antes de descolgar el auricular. Algunas veces se equivocó, no lo niego, pero fueron las menos.
Fabián Pinzón vivía solo en un apartamento en el centro de la ciudad, cerca del parque donde paseaba todas las tardes. Iba después de comer a tomar un café y leer el periódico. Una ceremonia que repetía con monotonía y satisfacción cada tarde. Aquel día tenía las tripas revueltas y el corazón acelerado, porque sobre todo le alarmaba adivinar su propio devenir.
Siempre quiso vivir al donaire de los acontecimientos, inconsciente del paso del tiempo y de sus naufragios, pero nunca pudo. Sentado a la mesa con un café tibio, leyó que España es el país europeo con mayor tasa de atropellos mortales de peatones. Leyó que sólo el 8,5% de las víctimas cruzaba por un paso de cebra. No era su caso, desde luego.
Sin embargo, era consciente de que la mayor parte de los peatones cruzaba los semáforos en rojo, no comprobaban si se aproximaba algún vehículo aunque ellos tuvieran prioridad y sobre todo atravesaban calzadas no habilitadas para ello. Como usuario diario de calles y carreteras, Fabián Pinzón siempre mantuvo un respeto incondicional a las normas que todo peatón debía asumir como el principal catecismo de supervivencia. “Y que Dios me perdone”, se decía.
Pero también sabía que muchos peatones morían atropellados en plena vía pública sin haber vulnerado los principios del viandante, que cruzaban el paso de cebra con el semáforo en verde, o bien paseaba por lugares seguros provistos de señales luminosas, o bien el conductor invadía la acera en un descuido imperdonable.
Siempre sospechó que moriría en una de estas situaciones inútiles. Cuando le venían estos pensamientos a la cabeza, miraba a su alrededor sin ton ni son, bajaba y subía la mirada del pavimento al cielo, no con el objetivo de encontrar un objeto extraviado o un ángulo distinto desde el que observar la misma la realidad, sino como un mecanismo para huir de sus propias imágenes.
No estaba loco. No. En todo caso, eran secuencias ciertas de su vida por vivir, eran fragmentos deshilachados de su futuro más inmediato, desperdigados en su subconsciente pero coherentes en su significado. Antes de poder girar la cabeza, sintió el impacto sordo contra su pierna izquierda y se vio volando sin paracaídas por los aires desvencijados de su propio paraíso.
No supo que se había tropezado con la muerte, porque antes de darse cuenta yacía inerme en mitad de la calle, sin expresión y con un hilo de sangre que le brotaba de las comisuras de los labios. Él no tuvo ninguna culpa. Esperaba que el semáforo se pusiera en verde, pero entonces escuché el móvil y el volante se me fue cuando intenté responder la llamada.
Él vio el Peugeot 405, de color gris grafito, y todavía alcanzó la leer la matrícula, estoy seguro. Lo sé porque su expresión de sorpresa no es la una víctima cualquiera sino la de quien sabe que un amigo le ha roto la vida para siempre. Ya no sé, no lo sé, si logró adivinarlo antes de sufrir el impacto del vehículo. Ya nunca lo sabremos.
Eso es lo malo de esta vida, que a veces ignoramos aspectos que nos ayudarían a ser más felices o sentirnos menos culpables. Yo creo que él lo sabía y no se echó a un lado de la calzada. Era su destino y no tuvo el valor de cambiarlo. Siempre supo administrar con paciencia y sabiduría los vaivenes de su vida. Hasta el final. Es sólo un presentimiento, desde luego, y un presentimiento lo tiene cualquiera.
Fabián Pinzón, como consecuencia, además era supersticioso. No eran simples manías, como esgrimían sus compañeros de trabajo, sino convicciones profundas por las que viajaba al futuro con la certeza de quien vivía la vida anticipadamente. Por no herir a los vecinos, callaba cuando presentía una catástrofe. No quería cambiar sus destinos, es cierto, pero a veces se sentía culpable de su bienestar truncado.
Sonaba el teléfono, y Fabián Pinzón ya sabía de antemano que así sucedería y el mensaje del destinatario antes de descolgar el auricular. Algunas veces se equivocó, no lo niego, pero fueron las menos.
Fabián Pinzón vivía solo en un apartamento en el centro de la ciudad, cerca del parque donde paseaba todas las tardes. Iba después de comer a tomar un café y leer el periódico. Una ceremonia que repetía con monotonía y satisfacción cada tarde. Aquel día tenía las tripas revueltas y el corazón acelerado, porque sobre todo le alarmaba adivinar su propio devenir.
Siempre quiso vivir al donaire de los acontecimientos, inconsciente del paso del tiempo y de sus naufragios, pero nunca pudo. Sentado a la mesa con un café tibio, leyó que España es el país europeo con mayor tasa de atropellos mortales de peatones. Leyó que sólo el 8,5% de las víctimas cruzaba por un paso de cebra. No era su caso, desde luego.
Sin embargo, era consciente de que la mayor parte de los peatones cruzaba los semáforos en rojo, no comprobaban si se aproximaba algún vehículo aunque ellos tuvieran prioridad y sobre todo atravesaban calzadas no habilitadas para ello. Como usuario diario de calles y carreteras, Fabián Pinzón siempre mantuvo un respeto incondicional a las normas que todo peatón debía asumir como el principal catecismo de supervivencia. “Y que Dios me perdone”, se decía.
Pero también sabía que muchos peatones morían atropellados en plena vía pública sin haber vulnerado los principios del viandante, que cruzaban el paso de cebra con el semáforo en verde, o bien paseaba por lugares seguros provistos de señales luminosas, o bien el conductor invadía la acera en un descuido imperdonable.
Siempre sospechó que moriría en una de estas situaciones inútiles. Cuando le venían estos pensamientos a la cabeza, miraba a su alrededor sin ton ni son, bajaba y subía la mirada del pavimento al cielo, no con el objetivo de encontrar un objeto extraviado o un ángulo distinto desde el que observar la misma la realidad, sino como un mecanismo para huir de sus propias imágenes.
No estaba loco. No. En todo caso, eran secuencias ciertas de su vida por vivir, eran fragmentos deshilachados de su futuro más inmediato, desperdigados en su subconsciente pero coherentes en su significado. Antes de poder girar la cabeza, sintió el impacto sordo contra su pierna izquierda y se vio volando sin paracaídas por los aires desvencijados de su propio paraíso.
No supo que se había tropezado con la muerte, porque antes de darse cuenta yacía inerme en mitad de la calle, sin expresión y con un hilo de sangre que le brotaba de las comisuras de los labios. Él no tuvo ninguna culpa. Esperaba que el semáforo se pusiera en verde, pero entonces escuché el móvil y el volante se me fue cuando intenté responder la llamada.
Él vio el Peugeot 405, de color gris grafito, y todavía alcanzó la leer la matrícula, estoy seguro. Lo sé porque su expresión de sorpresa no es la una víctima cualquiera sino la de quien sabe que un amigo le ha roto la vida para siempre. Ya no sé, no lo sé, si logró adivinarlo antes de sufrir el impacto del vehículo. Ya nunca lo sabremos.
Eso es lo malo de esta vida, que a veces ignoramos aspectos que nos ayudarían a ser más felices o sentirnos menos culpables. Yo creo que él lo sabía y no se echó a un lado de la calzada. Era su destino y no tuvo el valor de cambiarlo. Siempre supo administrar con paciencia y sabiduría los vaivenes de su vida. Hasta el final. Es sólo un presentimiento, desde luego, y un presentimiento lo tiene cualquiera.
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