jueves, 15 de noviembre de 2012

Un padre siempre es un padre

Conocí a Andy Bathie en Londres hace unos años, antes de que fuera bombero y cuando todavía aspiraba a ser autor de novelas policíacas. Era, sobre todo, un gran lector. Se tragaba una novela en el mismo tiempo y con la misma sabiduría con que ingería tres ginebras con tónica. Es decir, sin pestañear y en un santiamén. Además, habrá que decirlo. Era un tío legal, algo esmirriado y poco elegante, pero con un corazón que no le cabía en la guantera del coche. Como se dice en España, era todo corazón.

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Le gustaba hablar de fútbol, pero no practicaba ningún deporte. Nunca lo vi deprimido, hasta aquel ingrato día que leí su nombre en los diarios. Ahora tenía 37 años y hacía cinco que había aceptado ayudar a una pareja de lesbianas a tener un hijo. No dudó en donarles esperma.

Linda, la que hacía de mujer en la pareja de lesbianas, era una rubia espeluznante, de sonrisa incansable, de labios generosos y mirada imperturbable. Como decía Andy, no era alta ni baja, de cuerpo armonioso y de andares perniciosos. Era también como su nombre indica, pero además llevaba el pecado hasta en las cejas.

Quienes la conocían decían que le gustaba todo, tanto el pescado como la carne, pero que tampoco les extrañaba nada que cualquier día se nos convirtiera en vegetariana. En cualquier caso, más allá del traje que le cortaran las lenguas de doble filo, Linda era una mujer de banderas. Un poco anárquica, eso sí, pero de banderas.

Andy Bathie la había amado hasta los tobillos desde que la conoció. Ella, sin embargo, nunca lo supo ni se dio cuenta de sus inclinaciones, porque Andy era un experto en los doblajes del alma. Desistió un buen día en que ella le confesó que era lesbiana. Bebió algo más que otro días y aceptó los hechos tal que así.

De modo que cuando Linda pidió a Andy que le donara esperma para que otra mujer fuera el padre, quiso entender que de alguna manera ella sería la madre del hijo y él el padre. Quien primero así lo entendió fue Linda. Después, el juez.

La vida tiene a veces esas coincidencias. Cuando el desamor separó a Linda del padre de su hija, y las necesidades económicas se hicieron cuesta arriba, tanto ella como la Administración de Justicia entendieron que en este caso el padre biológico –es decir, Andy- debía asumir parte del sustento de la niña.

Andy dejó claro en los juzgados y en el vecindario que al donar el esperma no tendría ninguna obligación sobre la hija en ciernes. Linda, por su parte, dijo que era verdad en parte, pues con el paso del tiempo fue cambiando de idea, visitaba a la niña cada dos por tres y durante casi dos años se había comportado como lo que realmente era: un padrazo.

Andy no entendía nada, hasta que un buen día los abogados le sacaron de dudas. Ahora no tendría problemas si en su día hubiera donado esperma a través de una clínica oficialmente reconocida. Como no fue así, se trataba de palabra contra palabra. De modo que la Agencia de Ayuda a la Infancia le buscó para que se sometiese a un test de paternidad. El test, que nunca miente, tampoco lo hizo en este caso.

Andy no entiende nada, por más que los abogados le han explicado que se trata de un agujero legal que está en vías de solución después de que ha estudiado su caso y el de otros insensatos de buen corazón. Los abogados le han repetido por a y por b que la ley actual no reconoce como padres conjuntamente a los dos integrantes de una pareja del mismo sexo y que está en trámite que la ley otorgue a los dos miembros de una pareja gay los mismos derechos y obligaciones hacia sus hijos, con independencia de quién sea el progenitor biológico.

Él mira a la hija y no se reconoce, sino que ve en ella los ojos de la mujer que quiso y que lo cambió por otra mujer. Ahora vive con el sueldo menguado como consecuencia de una sentencia judicial pero con la satisfacción semanal de compartir con su hija un destino que ninguno de los dos hubiera imaginado. Ya no está enamorado de Linda, no le gustan sus ojos, ni su pelo rubio ni sus labios generosos. Ha empezado a salir con una compañera de trabajo, que está dispuesta a aceptar como suya a la hija de Andy el día en que contraigan matrimonio.

De vez en cuando me llama por teléfono desde Londres, me dice que vendrá por España, que no tiene tiempo para leer novelas policíacas y que le interesa, sobre todo, escribir día a día su propia vida. Ahora la vida es muy linda, me dice. Y ya no entiendo. Pero me callo. Oigo a Patricia, su hija, pronunciar algo incomprensible a través del auricular.

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