martes, 13 de noviembre de 2012

La tristeza era esto

Llamaron al timbre, miré por la rejilla y abrí la puerta, porque conocía a las personas que me visitaban. Eso sí, lo hicieron sin avisar, sin cita previa. Todo habrá que decirlo también: se portaron con mucha educación. Se ve que era gente estudiada en universidades extranjeras y que creía en Dios, en un solo dios verdadero: el dinero.

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El mejor plantado, con traje de El Corte Inglés y corbata de seda, afable y de buenos modales, se sentó a mi lado en el sofá del salón, para consolarme dijo, mientras ordenaba a los obreros que comenzaran la operación de embargo, desahucio y no sé qué más.

Uno, a esta edad, no está para entender el significado de todas las palabras, así que los dejé hacer. El hombre que estaba sentado a mi lado ordenó que descolgaran los cuadros, que siguieran con los muebles, que después desvalijaran el dormitorio, que la cocina la dejaran para el final porque en esos rincones los utensilios están demasiado usados y no tienen ningún valor.

Les pidió a los obreros, eso sí, que respetaran los objetos personales: fotografías enmarcadas de un tiempo que ya se fue, joyas sin valor y otras baratijas, cedés que seguro contenían canciones de la nostalgia, platos usados y vasos y cubiertos, alguna lata de conserva, sobres abiertos de garbanzos y alubias, una botella de anís seco para la Navidad que se nos mete por las narices. En fin, estos y otros objetos que nunca supimos que están tan apegados a nosotros y que nunca lo supimos hasta que un hombre como él te lo dice con argumentos irrefutables.

Mientras tanto, yo veía las paredes blancas y los espacios vacíos, como aquel día que por primera vez pisé su entarimado y pensé que en este mundo reducido de la ciudad podía encontrar algo parecido a la felicidad. Yo no entendía muy bien hasta dónde me llevaría todo esto, por eso pregunté.

El hombre que estaba sentado a mi lado me dijo que no me preocupara, que no era para tanto y que en nada mi compromiso con el banco quedaba cerrado para siempre. Después sacó de su americana un pañuelo de tela, de los que ya no hay, y me dijo que lo podía usar sin problema, que en estos trances a algunas personas les da por llorar, que hay quienes incluso se suicidan. Los menos, eso sí, me alivió. Pero que en todo caso estos momentos siempre eran emotivos para los desahuciados. Yo no entendía el significado de esa palabra, así que le pedí explicaciones. Él me respondió con un poema: es como la tristeza, pero para siempre.

No me quedé tranquilo, porque yo siempre esquivé la tristeza. Sé que estos años viví de una felicidad postiza, impostada, falsa tal vez, pero agarrado a estos muros logré sobrevivir a los golpes más pertinaces del fracaso. Intuyo que a partir de ahora habré de buscar otros recursos más sólidos para no naufragar en el vacío.

Pensé que el tiempo transcurría despacio, pero de golpe el hombre sentado a mi lado se levantó y me pidió que lo hiciera yo también, porque tenían bajar el sofá. Le dejaremos el televisor, que da mucha compañía. Después me pidió que bajara con él. Siempre muy afable me abrió la puerta del ascensor.

Ya abajo, en la misma puerta del bloque de pisos donde me viene a vivir hace ya siete años, me hizo sentar en el rebate. A mi derecha, me dejaron una maleta con los bienes más personales y con el televisor, que siempre ayuda en estos trances, me dijo el mismo hombre siempre muy atento.

Se despidió también con buenos modales, se ve que es de familia bien, deseándome mejor vida en la otra vida, porque en esta ya iba a ser muy difícil. Se lo agradecí de veras. Después lo vi subir a un vehículo de alto voltaje, con chófer propio y seguir al camión donde llevaban la mitad de mi vida.

Desde la ventanilla del coche, el mismo hombre, sin perder la misma sonrisa, bajó el cristal y me indicó que se llevaba las llaves de la vivienda porque a él ya no le iban a servir de nada. Y buena suerte, dijo al despedirse. Lo mismo dije, no sé bien por qué. Estaba en estado de shock. No sabía qué estaba ocurriendo. Por la avenida principal, una manifestación nada numerosa portaba pancartas con la palabra desahucio. Yo seguía sentado en el rebate, y solo alcancé a pensar:

—Entonces, la tristeza era esto.

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