lunes, 3 de diciembre de 2012

José Manuel Caballero Bonald: “He escrito quizás demasiado”

A sus 80 años, José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926) piensa que la senectud no le ha traído ninguna crisis, pero sí le ha arrebatado las ganas de escribir. Dice que ha publicado demasiados libros, que no escribirá el tercer tomo de sus memorias y que sólo aspira a crear un buen poema que se recuerde para siempre. Desde que viera la luz su último poemario, Manual de infractores, sólo ha esbozado unos borradores de poemas. Nada más. Pero a su edad nos ha legado una obra sólida, la obra de un magnífico estilista.

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FOTO: MIGUEL ÁNGEL LEÓN

A pesar de sus años vividos en Madrid, no ha perdido el acento andaluz, ni el aire coqueto y educado de quien no está dispuesto a sumar ni restar años. Ha publicado memorias, novelas, poesía. Ha recogido múltiples premios y distinciones. Lleva más de dos años sin escribir. Y tiene sus razones: “A mi edad, los estímulos literarios flaquean, y ya tienes pocos incentivos, pocas ganas de ponerte a trabajar. No es pereza, es falta de aliciente. Yo ya he escrito quizás demasiado, he escrito muchos libros y he dicho muchas cosas. Ya voy a descansar. Para qué voy a escribir más. No vale la pena”.

No escribe, pero observa, habla y analiza la vida que le rodea. Sobre todas las cosas, no ha perdido ni quiere perder la costumbre de vivir. De ahí que su camisa roja le delate un cierto aire seductor de joven octogenario.

—Vamos cada vez peor. Ya todos los días hablamos de las consecuencias del cambio climático. Es inevitable abordar el tema aquí cerca de Doñana. Le preocupa el tema, claro.

—Siempre me ha preocupado. El Coto de Doñana ha sido para mí el territorio más próximo a mi idea de paraíso. El Coto de Doñana me lo conozco bastante bien, he andado mucho por allí de muchas maneras y siempre he sentido como algo muy personal las amenazas que se han cernido siempre sobre él. Desde que tengo uso de razón, recuerdo una carretera que querían hacer por la costa, con la interrupción de las dunas móviles que ocasionaría un gran desequilibrio en Doñana. Luego, el tendido eléctrico, el aprovechamiento indiscriminado de los acuíferos, el nacimiento de una urbanización en uno de los lugares más sensibles de la costa, Matalascañas, que es un lugar horrendo de veraneo con cada vez más bloques de viviendas. Y eso está mermando el acuífero de una manera alarmante.

Todo esto y la desecación de las marismas del norte de Doñana. Y la siembra de arroz. Los caños arrastran pesticidas que producen gran mortandad de aves, etcétera, etcétera. Y todo esto a mí me llegaba muy en lo hondo. Pensaba que estaban atentando contra una naturaleza sagrada, que no podía admitir de ninguna manera. Entonces yo escribí una novela, Ágata ojo de gato, que trata del Coto de Doñana no directamente pero que es una especie de actualización de la leyenda clásica de la Mater Terrae que castiga a todo aquél que pretende ultrajarla. Ése es un poco el fondo de la novela y mi deseo de salvar, desde un punto literario, el Coto de Doñana.

—Usted se pronunció en distintas ocasiones contra la guerra de Irak, le producía indignación. Ahora más, imagino.

—Pues efectivamente. Yo siempre me manifesté en contra de esa guerra atroz, miserable, aparte de ilícita y fuera de toda norma. Ya uno se acostumbra a la reiteración de la desgracia. Es una guerra terrible en la que el mundo civilizado debería tomar carta en el asunto y retirarse de allí. Sería también un desastre porque hay una guerra civil, ésa permanecería, pero por lo menos no habría contra los invasores esa especie de venganza. Eso es un desastre que no tiene nombre y que supongo que pronto acabará. EE UU echará marcha atrás y retirará las tropas. No hay otro remedio.

—Uno de los artífices del conflicto y miembro del triunvirato de las Azores es Aznar. Como no puede estar callado, ahora dice que España se rompe.

—Me parece una frase retórica y tan sin sentido. España se rompe, se despedaza. Es una retórica de política barata que no tiene ningún sentido. Ya se hablaba en la campaña del Estatuto de Cataluña, incluso del boicoteo de los productos catalanes, como algo que estaba ahí amenazando la unidad de España. No pasó nada. Es un estatuto muy parecido al andaluz, progresista sin duda ninguna y encaminado a una mayor autonomía de las distintas regiones de España.

—ETA ha roto la tregua. ¿Será posible la paz en este país?

—Hay que buscarla por todos los medios. Yo soy partidario absoluto del diálogo. Sea como sea. Cualquier cosa menos hablar con los asesinos. Bueno, está bien, pero el diálogo es absolutamente obligatorio. Cuando ha habido guerras se ha llegado a un armisticio, a una paz. Los adversarios se han reunido en una mesa a hablar. Si la simple idea del diálogo conduce a una sospecha de que pueda haber una solución pacífica, hay que seguirla. Yo creo que es absolutamente obligado por todos los medios conseguir la paz y el fin del terrorismo.

—Antes de un año tendremos elecciones generales. ¿No teme que si gana el PP imponga de nuevo el pensamiento único?

—Lo que pasa es que la derecha del PP es un conglomerado de fuerzas de derecha civilizada y al mismo tiempo de gente extrema que está metida ahí para sembrar cizaña. Yo creo que España es un país dividido en dos políticamente hablando: la derecha y la izquierda, el PP y el PSOE. Y la alternancia no me parece mal, es algo que está en el sentir de este país. Ahora, insisto en lo mismo. En el PP hay incrustada la extrema derecha y eso es muy malo para el PP. Si no se libra de eso, seguirá siendo un partido retrógrado.

—No le disgustó cumplir 80 años. Pero sí le afectó cumplir 50. Aconséjeme cómo superar la crisis.

—¿Dije eso?

—No sé. Eso leí.

—Yo recuerdo que los 50, el medio siglo ése, me pareció que cumplía una etapa, que ingresaba en un nuevo ciclo vital, esa frontera significativa de pasar de tener medio siglo a tener ya medio siglo y un año. Bueno, yo digo que no me afectaron los 80 años pero sí, de alguna manera sí. Los 80 son también una frontera. Uno empieza a ver que el futuro es cada vez más corto y que el pasado es cada vez más largo. Y todo esto te afecta de alguna forma, claro que sí. Además, uno se habitúa a tener 80 años. Yo dije que como era la primera vez que los cumplía no me había acostumbrado a la idea de que era octogenario. Pero los 80 años es también una frontera capital.

—Tiempo de guerras perdidas. ¿Perdió tantas guerras o vio a otros perder otras guerras? A veces las guerras ajenas pueden doler más que las propias.

—Ese título tiene también un sentido literal, indirecto, metafórico. ¿Qué es la guerra perdida? Yo pertenecí a una familia de los vencederos y pasé paulatinamente a sentirme vencido. Y esa guerra la perdí. Al cabo de los años me di cuenta que la habíamos perdido. Y luego, las pequeñas guerras personales, esas cosas que uno quiere conseguir y no consigue, y que fracasa en ciertos aspectos de la vida, pequeñas ingratitudes, decepciones, pues todo ello forma parte del conjunto de guerras perdidas.

— La azotea de su casa es la imagen de la infancia, el escenario donde descubre la vida.

—Ya se sabe que el lugar donde se descubre el mundo es también para siempre el compendio simbólico del mundo. Para mí, la azotea de mi casa era la aventura, la libertad, la investigación, el descubrimiento de cosas. Tengo un poema que habla de eso también porque la azotea de mi casa fue como el territorio donde yo aprendí a ser hombre.

—De pequeños todos hemos tenido animales de compañía, pero tener un borriquillo y querer compartir con él las noches en el dormitorio ya no es tan normal.

—Tuve un regalo insólito. Yo era muy niño y un amigo de casa me regaló, cuando estábamos en el campo, un borriquillo, al que yo adoraba y quería de manera especialísima y cuidaba con toda clase de mimos y atrocidades y de comidas que le daba, y también quería llevármelo a mi cuarto a dormir, cosa que no me dejaban. Una vez medio lo conseguí.

Pero esa idea también era una idea de la inocencia, la compañía de un animal que no es exactamente un animal de compañía, pero se me quedó muy grabada esa anécdota infantil. Uno sigue siendo niño, pienso yo, a pesar de los años y la vejez y el arrabal de senectud en el que uno ya está. Los recuerdos de la infancia siguen acumulándose y siguen formando una especie de almacén de vida inolvidable. A partir de ahí, estás siempre aprovechando cosas que has vivido en la infancia para acomodarlas ya a la ancianidad.

—En la Transición no hubo culpables. Se impuso el olvido. Acaso ésa haya sido la razón de que la derecha se haya crecido en los últimos años.

—Ahora se habla mucho de esa transición, pero yo siempre he tenido cierta actitud crítica. Yo viví muy de cerca la Transición. Intervine en la formación de la Junta Democrática en aquellos años, estuve también procesado y realmente lo que me ocurre con la Transición es que yo pienso que no se pactó nada, que todo rodó de una forma casual y muy bien por casualidad, pero que realmente allí se decretó básicamente el olvido, una historia sin culpables, no se hizo el menor intento de juzgar o de llevar a un tribunal los crímenes del franquismo.

El silencio a lo mejor fue necesario, pero yo creo que faltó un espíritu crítico y un deseo de juzgar lo que había ocurrido en España y de empezar desde cero otra vez. Pero no se hizo y, claro, yo creo que eso también ha sido el motivo de que permaneciera una especie de franquismo soterrado, latente, que ha estado y sigue estando todavía en algún sentido en la sociedad española actual.

—Ahora hablamos de memoria histórica. Comienzan a abrirse algunas tumbas.

—La memoria histórica –no me gusta mucho ese término- hay que dividirla entre la guerra civil y la posguerra. En la guerra civil ocurrieron atrocidades sin cuento, en ambos bandos hubo una catástrofe general. Ésa es una memoria que debe recuperarse y saber realmente lo que pasó.

Ahora, la memoria de la posguerra es otra cosa, porque no se olvida la represión franquista en la posguerra, desde el año 1939 a 1975, la persecución del vencido, la aniquilación total de t5odo aquel que no pensara como Franco. Ésa sí que es una memoria terrible que merece toda clase de análisis y de ahondamiento. No hay mayor crueldad del vencedor de una guerra que perseguir al vencido hasta la muerte. Eso es lo que hizo Franco y es algo que hay que recordar con sus pelos y señales.

—A los escritores de la Generación del 50 os unió mucho la lucha antifranquista. ¿Pero, en general, se luchó lo suficiente contra el régimen?

—A partir de 1956 yo trabajé mucho en política y en la lucha antifranquista. Ahora, el Partido Comunista era entonces el que tenía el poder de la oposición y organización de la lucha clandestina. Pero de ninguna manera ahí se había hablado de lucha armada. Luchar contra el franquismo con las armas que tenías a mano: manifestaciones, movilizaciones, huelgas, manifiestos, pero nada más. Eso no era, de ninguna manera, suficiente. Pero no se podía hacer otra cosa. Era una lucha que no conducía más que casi a la justificación personal. Tanto es así que Franco se murió en la cama. Nosotros luchamos contra Franco con la pluma, con la palabra, con las ideas. Pero eso no era suficiente.

—Algunas imágenes de la posguerra se le quedaron grabadas para siempre, como fue el registro que los falangistas llevaron a cabo en su casa.

—Yo tenía ya once o doce años. Y fue al volver del colegio. Lo cuento también en un poema, El registro. Mi padre era republicano reformista, del Partido Reformista, en el que también comenzó a militar políticamente Azaña. Luego ese partido se hizo de derechas. Mi padre tenía un cargo en la provincia de Cádiz en ese partido, y eso bastó para que en la posguerra unos falangistas fueran a registrar mi casa en busca de papeles. Las cartas que yo recuerdo ya habían desaparecido. Abrían cajones, revolvían.

Y se me quedó una idea nebulosa del miedo, más que nada del miedo. Porque además en mi casa, como tantas otras españolas, mi madre era católica de familia tradicionalista o de derechas, y mi padre era republicano y no católico. Y ese enfrentamiento en mi casa se llevó muy bien. Yo no recuerdo ningún tipo de altercado en este sentido. Pero fue una escena para mí imborrable, se me quedó muy grabada y apareció en varios trayectos de mi obra.

—He leído que no piensa escribir el tercer tomo de sus memorias.

—De cuando en cuando tengo la tentación, pero resulta que yo quería hacer precisamente la historia de la Transición. El segundo tomo termina con la muerte de Franco, y a partir de ahí hay mucho trayecto vivido. Y por otra parte, hacer unas memorias sin tocar para nada esos aspectos de la vida política, sería imposible hacerlo. De modo que estoy en esa indecisión y creo que no lo haré.

—En su obra hay algunas referencias recurrentes. El mar, por ejemplo.

—El mar lo tengo aquí enfrente. Es una de mis referencias humanas, literarias, artísticas más consistentes, más inalterables. Desde que yo descubrí el mar aquí mismo, en Sanlúcar, siendo niño, desde entonces ha sido para mí como una aventura, la idea de la aventura, de la libertad también. Además, mi primera vocación fue la de marinero.

Estudié Náutica porque quería imitar a los héroes de las novelas de aventuras que yo leía entonces: Stevenson, Conrad, London, Melville. Con los años me compré un velero aquí y navegué mucho por estas aguas. En el mar, todo lo que ocurre a bordo cuando estás navegando es distinto a lo que ocurre en tierra, las conversaciones, las ideas, la forma de actuar, la manera de ser. Para mí el mar ha sido una norma de vida. Ya lo decían los latinos: Navegar es necesario, vivir no tanto.

—Usted trabajó con Cela. Ha escrito sobre Cela. Unos años después de su muerte, qué queda del personaje y de la obra.

—Hombre, Cela es un hombre complejo, complicado. Yo conocí a la madre de Cela, que era una señora magnífica, aparte de guapa, con mucha prestancia, elegante y muy bien educada. Camilo heredó la buena educación, pero luego heredó de no sé quién el ser también una persona muy incómoda, muy insolente, además de la manera más gratuita. Todo esto a mí me molestaba muchísimo.

El Cela humano a veces era muy intratable. Pero como escritor yo defiendo que Cela era un buen heredero de los clásicos, de la picaresca, de Quevedo, cervantino en cierta manera. Y su prosa es una prosa muy rica. Pero lo que pasa es que eso está en cuatro libros. Luego se imitaba a sí mismo. Un escritor mimético. Y un gran estilista. Pero luego hay un gran montón de libros suyos ilegibles.

—Siendo muy joven ya estrechó amistad con los poetas cordobeses del grupo Cántico.

—Mis primeros amigos poetas fueron los de Cádiz: Fernando Quiñones, Julio Mariscal, Pilar Paz y Juan Valencia, que era un poeta de Jerez muerto prematuramente en Málaga. Hicimos un viaje a Córdoba para conocer a los de Cántico. Yo era muy jovencito. A Pablo García Baena, Ricardo Molina y Juan Bernier. Ricardo era una persona un poco más especial, menos asequible, era un poco severo de carácter. Pero Pablo se hizo muy amigo y ha seguido siendo para mí un amigo fraternal.

A Pablo le quiero mucho y he estado cerca de él y me parece que su poesía es tan rica, tan adornada. Al mismo tiempo que la ornamentación, que es espléndida, lo que dice Pablo siempre tiene mucho interés. El grupo Cántico supuso en aquellos años una isla dentro de la abigarrada evolución de la poesía española desde los años 50. Cántico representa el valor de una poesía impregnada de tradición excelente.

—Usted fue también productor discográfico.

—Cuatro o cinco años estuve dedicado a la producción discográfica con la casa Ariola. Yo hice ahí unos discos de los que me siento muy orgulloso, que fue el Archivo del Cante Flamenco, que era una colección de discos de cantaores anónimos en aquellos años que no conocía nadie y que luego fueron figuras claves en la evolución del flamenco. En Córdoba grabé con Onofre, un viejo cantaor cordobés.

—El flamenco es otra clara referencia en su obra.

—Yo me acerqué al flamenco por razones casi sociológicas, porque el flamenco, incluso en Andalucía, no está bien visto en ciertos sectores. Era una manifestación de la música popular vinculada a los bajos fondos, a las vidas prostibularias, a las tabernas. Y cuando yo comencé a aficionarme, me aficioné por eso, me atraía ese mundo marginal de los gitanos de Jerez que cantaban en los patios de vecinos, en las tabernas, y cuando en mi casa sabían que yo iba por esos lugares pensaban que andaba metido en malos pasos nocturnos. Y luego poco a poco fui interesándome por el mundo expresivo.

Ahora ya estoy un poco distanciado del flamenco, también por la edad o el cansancio, la falta de ánimo. Lo que ocurre ahora se me queda un poco lejos. Yo soy partidario de la fusión del flamenco, de la libertad de elegir lo que uno considera más oportuno para su expresión personal. Pero hay cosas que me confunden.

—¿Qué no ha escrito que le hubiese gustado escribir?

—Siempre hay cosas que no has hecho y que piensas que podrías haber hecho. Por ejemplo, me gustaría haber aprendido árabe. Me gustaría haber tocado el saxo menor. Pero yo creo que un buen poema justifica la vida de un escritor. Y yo estoy siempre pensando que voy a escribir ese buen poema, un poema de esos que se quedan ahí y que dentro de años vuelve a leerse con gusto pensando en quién lo escribió. Ése es el poema que yo querría hacer.

—¿Por qué piensa que no lo ha hecho?

—Yo he hecho poemas, pero el buen poema, el poema que lo lees y te quedas perplejo, ése es Las Soledades de Góngora. Ese poema es inacabable. Un poema donde te pierdes, es una selva. Te pierdes cuando entras en ese poema, no sabes por dónde vas y de pronto encuentras una luz, un deslumbramiento en el bosque. Y es la belleza absoluta de la palabra. Eso es lo que yo querría hacer. Es una aspiración un poco excesiva.

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