domingo, 20 de enero de 2013

Andrés Neuman: “El amor no se agarra: nos agarra”

Andrés Neuman publica Hablar solos (Alfaguara, 2012), una novela de monólogos que representan las tres formas del habla: la mental, la oral y la escrita, donde el autor viaja de la infancia al duelo, de la familia a la perversión. “Y el duelo”, dice, “sería una especie de posguerra íntima”. La historia presenta tres aventuras paralelas entrelazadas entre sí más allá de la propia estructura de la narración.

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FOTO: http://diario.latercera.com

A Neuman le gusta indagar en la escritura, porque le aburriría escribir siempre el mismo libro. Y entiende la sencillez como un esfuerzo que se intenta disimular. Obtuvo el Premio Alfaguara de Novela 2009 y el Premio de la Crítica 2010 por El viajero del siglo. Traducido a once idiomas, fue seleccionado por la revista británica Granta como uno de los 22 mejores narradores jóvenes en español.

—Un escritor que reflexiona sobre el placer y el dolor, el sentimiento de culpa, la enfermedad o el sexo, ¿cuánto pone de sí mismo en el texto?

—¡Todo, menos el sexo! Una vez un amigo poeta me dijo: «Las escenas sexuales en tus libros son muy buenas. Debes de ser pésimo en la cama».

—Una novela de monólogos que representan tres formas del habla: la mental, la oral y la escrita. ¿Tal vez por los temas tratados le interesaba más la voz interior de los personajes?

—En una historia de intimidades fuertes, como era el caso de Hablar solos, me daba no sé qué imponerles mi voz a los personajes. Creo que los verdaderos conflictos siempre tienen más de un punto de vista.

—¿Esas voces interiores son el lugar donde mejor nos confesamos, donde desnudos nos sentimos más a gusto?

—A gusto desnudo se sentirá usted, ¡yo tengo más autocrítica! Hablando en serio, me interesa mucho la idea de cómo a veces, hablando con nosotros mismos, nos confesamos cosas que jamás le diríamos a nadie. Quizá leer y escribir perfeccionen ese mismo proceso.

—Dice usted que el monólogo de Lito es el que más le costó escribir. ¿Vamos dejando atrás al niño que fuimos?

—Todo lo contrario: seguimos persiguiéndolo, y esperamos alcanzarlo algún día. La ficción tiene algo de infancia que resiste. Se trata de seguir creyendo en lo imaginado, y en que lo imaginado nos explica la realidad.

—Las confesiones de Elena nos revelan el lado oscuro de las madres y de las esposas. ¿Es ella el personaje mejor logrado?

—Ella diría que sí, que por supuesto. Y yo probablemente estaría de acuerdo. Se trata del personaje que más espacio abarca en la novela, y también el más conflictivo. Y un buen personaje es, creo, la suma de sus conflictos.

—También narra el lado oscuro de los cuidadores. Usted fue cuidador. ¿Quién cuida al cuidador?

—Generalmente, nadie. El Estado no lo hace. Pero ni siquiera el propio cuidador se permite pensar en sus debilidades. El cuidador literalmente se desvive: pierde su propia vida, la atención a sí mismo. Por eso después, cuando todo ha pasado, le cuesta tanto recuperar el derecho a ser feliz. Hacia ahí se dirige la novela.

—¿El superviviente siempre se siente culpable de seguir vivo?

—Creo que es una patología casi inevitable en esa situación. Después de un bombardeo, los supervivientes sienten una mezcla de gratitud y perplejidad, de alivio por seguir ahí y de culpa por no haber muerto con los suyos. Y el duelo, para mí, sería una especie de posguerra íntima.

—Me cuesta ubicar los paisajes por los que transita Pedro, el camión en que viajan Mario y Lito. Usted los sitúa en la frontera imposible entre Latinoamérica y España.

—Me alegra que le cueste. Esa era la idea: que esos paisajes resultaran familiares y a la vez extraños. Que pudieran estar en cualquier parte y no estuvieran en ninguna. El cambión en el que viajan padre e hijo va por unas carreteras secundarias que a mí me encantaría que existieran: las que unirían las dos orillas.

—¿No le parece que Elena busca el amor en el amante más inoportuno? ¿O es que el amor hay que agarrarlo donde surja?

—Es, por supuesto, el amante más inoportuno. Y, por eso mismo, el más inevitable. El amor no se agarra: nos agarra.

—Dice usted que cada libro es una oportunidad para aprender a escribir de nuevo. ¿Le gusta indagar en la escritura o le aburre escribir siempre el mismo libro?

—Me gusta indagar en la escritura porque me aburriría escribir siempre el mismo libro. Si el estilo consiste en encontrar una fórmula y repetirla, entonces preferiría vivir sin encontrarla.

—Le gusta que la lectura de sus libros sea fácil, que el lector no se tropiece con las bambalinas de la escritura.

—Fácil, no: fluida. Lo fácil no necesita ser releído. Lo sencillo, en cambio, nos invita a regresar. Y la sencillez, usted lo sabe, es fruto de un esfuerzo que se disimula.

—Dice usted: “Los hospitales han tecnificado tanto la muerte que nos han dejado indefensos para afrontar la muerte porque la hemos echado de casa”.

—Todos agradecemos que la medicina haya progresado y salve vidas. Pero tengo la sensación de que, en el camino, no sólo hemos puesto nuestras enfermedades en manos de los expertos; sino que, sin querer, hemos terminado delegando también en ellos nuestra capacidad de afrontarlas íntimamente.

—“Vivir es una celebración, pero también un duelo”. Cara y cruz de la misma moneda.

—Y esa moneda, ay, es lo único que tenemos. Una pequeña, inmensa riqueza.

—“El duelo es morir un poco y luego resucitar al otro en la memoria”. Usted perdió a su madre no hace demasiado. ¿Logró recuperarse de aquella pérdida?

—Recuperarme, no. Aceptarla, quizá. Ahora, cuando hablo solo, converso con ella. En ese sentido, ha vuelto. La palabra genera pequeñas resurrecciones.

Publicado en el diario Córdoba el 12 de enero de 2013

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