domingo, 30 de junio de 2013

Cuando todo se rompe

¿Qué queda cuando todo se rompe, cuando el tiempo pasa su pátina de olvido por la corteza de los recuerdos y remueve los momentos más antiguos de la vida? ¿Qué queda cuando al mirar a la misma mujer solo vemos un perfil sin emociones, una figura del pasado, un trozo de vida chamuscado al calor frío del fuego apagado? Tal vez no quede nada. En muchas ocasiones no queda nada, ni siquiera nosotros somos aquél que fuimos, tan joven, o ingenuo o irresponsable.

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Ahora, advirtiendo su presencia, la memoria no deja lugar al conocimiento ni a la nostalgia. Ella es nada más que un nombre, un recuerdo baldío, una esperanza marchita. No ha lugar a equívocos si no hay recuerdos. El tiempo de barbecho ha clausurado las perspectivas de reorientar y oxigenar toda expectativa posible. Ella ya no es ella, ni falta que hace, podría pensar él. Eso mismo podría pensar ella.

Se miran y son dos desconocidos sin intención de reconocerse. No hay perdón ni añoranza, solo una piedra pequeña que corta el camino que andábamos, que bloquea la salida de urgencias. Atrás no hay un valle que dibujar ni un océano que atravesar en las noches de insomnio. El olvido deja una hoja muerta a nuestros pies, una carta sin dirección y sin firma, cuyo contenido no es de nadie, aunque nos emocionen sus palabras, un hallazgo que sorprendería a cualquiera menos a nosotros, menos a ellos. Nosotros y ellos ya no somos los de antes, cuando éramos tan jóvenes que la puerta final se nos antojaba una broma inútil, una retórica hueca, sin convicción, desnuda como una espina de pescado tirada en mitad de la mesa vacía, donde nadie se detiene a observar los restos del naufragio. Hoy él la mira y sabe, tal vez, que el tiempo de la espera se agota a sus espaldas.

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