lunes, 15 de julio de 2013

Una manera de vivir

La esperaba cada mañana al salir de casa y la seguía al trabajo. Cuando ella acababa la jornada laboral, repetía la maniobra a la inversa. La seguía del trabajo a la casa. Algunos días la espiaba hasta bien entrado el anochecer. Por la tarde, ella no salía de su apartamento. Leía, escuchaba música, hablaba por el móvil. Alguna tarde, acudía al gimnasio. Los fines de semana, se acercaba a las grandes superficies y compraba para la semana. Después, volvía al lugar de origen. Alguna vez iba al cine o salía con amigos a tomar una copa. Excepción donde las haya.

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Él se había acostumbrado a amarla en la distancia. La imaginaba llenando las horas vacías, metiendo en la cocina un mundo de aromas y olores exóticos, leyendo los libros que él amaba, bebiendo sola el vino que a él un día le gustaría compartir con ella. La conoce como nadie. Eso piensa él. Y puede que así sea. Sobre todo, es un doctor en los hábitos que conforman su vida. Pero, siendo objetivos, no sabe nada de su alma.

Eso ya comienza a inquietarle. Lleva más de siete años persiguiéndola por toda la ciudad. Y sabe de todos sus gustos, percibe sus perfumes, conoce sus ropas y sus posibles combinaciones, sus complementos, sus peinados. Sabe más de ella que ella misma, y esos conocimientos minuciosos y detallistas cada día le provocan más desasosiego que placer, más desdicha que felicidad.

Le sorprende, sobre todo, que no salga con nadie, que nadie le proponga un fin de semana turbulento o una vida equilibrada de amor imperecedero. Porque ella es diferente, piensa él. Se hace sus ilusiones. Proyecta estrategias para abordarla en la calle, en un bar de copas, en el supermercado. Abre el bloc y esboza planos en sus páginas. A veces, improvisa algún verso sin profundidad. Después, como si escribiera un comic, dibuja escenas en las que ambos hablan, sonríen, beben. Los escenarios varían conforme las escenas se complican con detalles minuciosos de los paisajes que son el fondo de la trama.

Piensa qué hará en la casa cuando nadie la ve. Para ser preciso en los detalles, ha alquilado otro apartamento frente al suyo. Ventana frente a ventana, la siente más cerca de él. La distancia entre ambas ventanas le permite la observación sin ser observado, la proximidad en la distancia. La calle es lo suficientemente ancha para disimular su presencia de espía amateur. En efecto, en la casa, ahora la ve con un libro en la mano, una taza de té, el móvil. La ve tendida en el sofá. Sonríe. Sonríe sola. Sin que nadie pueda compartir esa expresión externa de felicidad que él sí percibe como testigo único.

Han pasado los meses y se ha acostumbrado sin esfuerzo a su vida. Intuye qué comerá hoy, cómo vestirá, a dónde acudirá por la tarde, cuándo le sonará el móvil, qué película verá tendida en el sofá sin soltar un libro de sus manos. Ciertamente, sus investigaciones han avanzado progresivamente, pero todavía siente vacíos inevitables que no sabe cómo solventar. Por ejemplo, cuando enciende la televisión, él selecciona la misma cadena, pero cuando escucha un cedé no alcanza a escuchar la melodía que a ella le hace improvisar a veces algunos pasos de cualquier baile en el parqué, piensa que necesita perfeccionar ese seguimiento concienzudo que lo llevará a sus brazos.

En realidad, este hombre es un hombre enamorado que no sabe acercarse a ella y decirle estos son mis sentimientos, señora, estoy perdidamente jodido por usted. Sonríe por no llorar, todo habrá que decirlo. Pero no lo hará, nunca lo hará. A veces, piensa tirar la toalla, pero lo suyo tampoco es dejarse vencer por el desánimo. Son muchos años ya, piensa, para tirarlo todo por la borda.

Un día despertó con un malestar interior cuya causa no conocía ni había sentido jamás. Vio a través de la ventana las ventanas de su apartamento. Y le extrañó que a esa hora las persianas todavía estuviesen echadas. Al mediodía, la situación no había cambiado. Esperó uno y otro día. Parecía como si allí no viviese nadie. Efectivamente, indagó, preguntó al portero, la buscó en el trabajo, en los sitios a los que solía ir. Se había ido. Había dejado el apartamento, el trabajo, la ciudad. Al parecer, había obtenido una beca. No recuerda ni para qué ni dónde.

Se quedó mirando desde la calle las ventanas de su apartamento, cerrado a cal y canto. Lo hizo durante muchos días. Años tal vez. Sabía que no le quedaba otra posibilidad que no perder la fe de que un día volviera. Después de tanto tiempo invertido, supo que esperar un poco más formaba parte del juego de la vida, al menos de su vida. Es lo que tiene no saber intuir que el azar condiciona los proyectos más sólidos, y que más vale improvisar un encuentro fortuito a edificar un sueño fallido.

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