jueves, 29 de agosto de 2013

Como ella era antes

Comenzó a cambiar aquel día en que no supo con firmeza si todo aquello que había vivido era fruto de la propia realidad o si los sueños se le habían incrustado en lo más hondo de los huesos. Abría un libro y pensaba que aquel episodio que el autor había felizmente fabulado, y que nunca debió ocurrir, era sin duda retazos de su memoria desfigurada. Y a veces, también, cuando cruzaba esta o aquella esquina, creía encontrarse por primera vez en aquel lugar y lo observaba como el turista admirado o el explorador aturdido que encuentra el paraíso onírico que nunca creyó alcanzar. Cada vez con más frecuencia, vivía en un mundo falso en el que, por el contrario, no le disgustaba ni le provocaba otro mal que estar ausente de este mundanal ruido en el que residía a su pesar.

Un día me llamó por teléfono, como antes de su enajenación había hecho tantas veces. No me sorprendió escuchar su susurro de abeja enamorada y glotona, ni sus desvaríos de mujer triste y contrariada. Sus cambios de ánimo eran tormentas de agosto. En breve espacio de tiempo, y contra todo pronóstico, se le nublaba la razón y granizaba improperios por doquier. Como es lógico, me costó acostumbrarme a sus abrazos vacíos, a sus verdades incoherentes y a que me llamara por un nombre que no era el mío. Me cambió tantas veces el nombre, que a veces ni yo mismo me encontraba fuera de mí. Pero es cierto que uno aprende a encajar cualquier derrota.

Dejé de amarla varios meses después cuando, apretándome los hombros con sus manos, acercaba su rostro al mío, y mirando sus ojos fijamente no encontraba su mirada. No le dije nada, pero supe que ya se había ido definitivamente. Quizás ella nunca dejó de quererme, pero si le preguntara creo que su respuesta tampoco me convencería demasiado. Por eso ahora la recuerdo cómo era antes, antes incluso de que la olvidara.

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