viernes, 2 de agosto de 2013

Para no volver

Cuando volvió, encontró la casa tal como la había dejado ocho años atrás. Pero todo cubierto por una pátina de polvo: los cuadros, los libros, las cerámicas. Como si allí no hubiese vivido nadie. Un buen día se lo dijo. Me voy, no puedo soportar esta vida. Él la escuchó sin inmutarse. No había tristeza en sus ojos. Ella pensó entonces que él ya lo sabía y que algún le diría que se iría de su lado. Pero nunca imaginó que esa decisión no perturbara la expresión de su rostro, ni que tampoco le suplicara que no lo hiciera. Le hubiese gustado que él le insistiera para quedarse. Lo habría hecho, pensó entonces. Lo entiendo, le dijo él, no hemos sido felices. No le dijo tú no has sido feliz. Le dijo no hemos sido felices. Y esa frase se le grabó a ella como fuego incandescente en lo más hondo de su corazón.

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Observó de nuevo la casa. Estaba como el día que ella le dijo adiós. Durante estos años no le escribió. Imaginó a veces su regreso. Él esperándola, suplicándola quédate, no te vayas más. Pero no. La casa estaba vacía. Ella no le escribió porque no quiso remover los rescoldos del pasado. Se acostumbró a una vida plácida pero siempre con la duda de si el regreso sería factible, si sería posible reconstruir en el futuro un edificio que en el pasado se hundía y se quebraba. Ahora, mirando la casa con detenimiento, fue consciente de que él se había marchado el mismo día que ella se fue, que dejó el tiempo pasado, como si fuese una vasija de cerámica, intacto por miedo a que se le escurriera entre las manos y se hiciera añicos.

Se sentó en una de las sillas y recordó el último día que estuvieron juntos, cuando ella le dijo que se iba, y él respondió que de acuerdo, como si no pudiese hacer nada contra su propio destino. Y entendió por fin que él se iba también, o que ya se había ido antes, bastante antes, y que no le dijo nada para no herirla, para que su huida tuviese sentido. Y ahora, allí sentada, no supo qué decirse a sí misma. Abrió las ventanas para que entrara el aire fresco de la mañana y se dispuso a ordenar el tiempo pretérito, que era lo único verdadero que le quedaba en la vida.

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