sábado, 3 de agosto de 2013

Todo no está perdido

Miró a sus dos hijos y pensó qué destino les esperaba. Cuando él era joven, la utopía era una palabra sagrada, cambiar el mundo era el único eslogan posible, desechar una historia arbitraria e injusta para construir un futuro en libertad era su principal propósito y el de toda una generación. Ahora aquellas palabras –libertad, utopía, justicia- le sonaban huecas, como cuando pones una caracola en el oído y oyes el sonido del mar, él solo escuchaba el rumor negro de un océano difuso y gris. Mira a sus dos hijos y no sabe qué ocurrió exactamente, cómo pudimos abandonarlo todo a la suerte y cuándo empezamos a transformarnos en todo aquello que nunca quisimos ser.

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No importan las causas, se dice. Ve la vida y no era aquel sueño deshilachado de la juventud, pero tampoco le incomodaba esta sociedad del bienestar que te aseguraba una jubilación decente en un país supuestamente rico, aunque solo era un país embargado a la banca, como si siempre lo fuera a través de la historia. Volvió a hojear los libros de cuando era universitario y recordó conceptos pretendidamente olvidados que no le disgustó recobrar. Había en todos aquellos apuntes de varias décadas un mundo subrepticio que emergía sin proponérselo.

Pensó que nunca debió desechar aquellos ideales que en un momento de su vida consideró inviables, o inútiles, o demasiado románticos, para un hombre de su posición social, con una nómina lustrosa, un matrimonio bien atado y una familia a la que amaba sobre todas las cosas. Viendo a sus dos hijos, ya no tan pequeños, supo que se había equivocado y que ahora se hacía imposible dar un viraje al mundo en el que se hallaba inmerso. No se desanimó sino que, como cuando era un joven universitario, comenzó a indagar en aquellos viejos libros amarillentos y usados los resquicios de su error. Y solamente esa sensación de bienestar le devolvió la sospecha infundada de que esto podría tener solución, de que todo no estaba perdido.

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