sábado, 28 de septiembre de 2013

Negro

Después se quedó sola, mirando la pared vacía. No supo entonces que ese sería un paisaje recurrente al que siempre volvería. En la pared no había nada. Como en mi vida, solía decir ella. Le gustaba el minimalismo, la sobriedad, la huida del barroco. Apreciaba las palabras sencillas, sinceras, aunque dolieran, decía también. Pero no era así. En el fondo, sabía que a nadie le gusta descubrir las verdades a bocajarro, sin aditamentos ni curvas peligrosas. Prefería indagar en el alma humana y acercarse a la precisión del caos viéndolas venir, como si viajara por una ancha y recta autovía, y el precipicio, inevitable, se mostrara ante sus ojos amplio e irrenunciable.

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Un día desvió la mirada. A través de la ventana observó que las ramas de los árboles vencían la velocidad del viento. Aún no era otoño, pero la luz no tenía el brillo metálico de otros días. La gente paseaba como si el mundo fuera el mismo de ayer. Y eso la inquietó. Pero no quiso pensar más en ello. Abrió el armario y sacó un cuadro que conservaba de una vida anterior. Lo colgó en mitad de la pared. Aunque abstracto, se podía adivinar el verde de los bosques y el color arena de un cielo indefinido. Después se acercó a la ventana. Se dio cuenta de que prefería la naturaleza sin aditivos, sin interpretaciones.

Tantos años viviendo de los recuerdos no le habían sentado nada bien. Ese día se sintió con fuerzas para salir a la calle. No quedó con nadie. Se visitó como si hubiese concertado una cita previamente. Pero no. Solo había quedado con ella misma. Y eso le pareció sumamente atractivo. Había recuperado a la mujer que un día dejó de ser. Abajo, la tarde declinaba, y la noche anunciaba días imprevisibles. Cuando regresó a casa, había amanecido. Abrió de par en par todas las ventanas. Más tarde, antes de desnudarse y caer rendida en la cama, se preparó un café negro. Negro como la vida que dejaba atrás.

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