sábado, 26 de octubre de 2013

Desde entonces

Las noches de los viernes siempre entraba al mismo bar, a la misma hora, sin más intención que tomar un par copas, solo, sentado en un taburete en la misma esquina, apoyado el codo en la barra. Los años le habían disuadido de que esa noche no era la mejor de la semana para vestirse de un Casanova reincidente que, después de todo, nunca lo fue. Así que ahora iba por la vida arropado de una profesionalidad exterior que engañaba a cualquiera. En realidad, hacía ya años que había optado por lanzar una moneda al aire y que el azar le trazara el camino a seguir.

Después de todo no le fue mal. Había alcanzado un éxito relativo con mujeres de bien estar y había satisfecho con ellas prácticamente todos los sueños a los que un hombre medio podría aspirar. A veces, incluso, no se dejaba engañar y aceptaba que las mujeres lo habían tratado relativamente mejor que a otros amigos a quienes la vida les había dejado caer por la pendiente del infortunio o del desagravio. No había ningún truco en esos éxitos inusuales de un hombre cuyo horizonte lo había reducido a vivir en una soledad con la que lograba entenderse de maravilla.

Por momentos, eso sí, le venía la duda. Y divagaba si debía colgar los arreos de la seducción en el armario del olvido de por vida o si, por el contrario, estaba destinado a vivir una existencia sin rumbo conforme los acontecimientos se desarrollaran en rededor. Temas tan trascendentes andaba rumiando cuando ella se le acercó para pedirle fuego. Fue un fogonazo tal que le dejó los pensamientos fríos como una barra de hielo y las palabras deshilvanadas en un desorden inexplicable impropio de su carácter y preparación. Tenía los labios entreabiertos y en los labios el cigarrillo que sostenía entre sus dedos. No le dejó decir una palabra. Quieres un cigarro, le preguntó. Pero él, recargando como podía la maquinaria ofensiva, le dijo que allí no se podía fumar. Y ella, girándose y haciendo ademán de esperarlo, le dijo que lo harían afuera. Él la siguió, por supuesto.

Consumieron varios cigarrillos, aunque él no era fumador y además evitaba todo tipo de humos. Hablaron de temas intrascendentes, de lo incierto del futuro, del momento que les había tocado vivir, de lo precarios que eran los sueldos, de los viajes soñados, de la manera en cómo acomodarse a los regates de la vida. A él le gustó su sonrisa, leve y transparente, fugaz como nube de agosto, escribiría después, aunque le pareció demasiado cursi para un hombre como él que se las gastaba con otros gustos literarios. Le pareció buena iniciativa pasear cuando ella lo invitó a desbrozar la noche paso a paso por calles vacías. No hacía viento y la lluvia había amainado.

Ella lo tomó del brazo sin su permiso y él agradeció el detalle. Después se deshizo del hechizo y se atrevió a cobijarla bajo su brazo, la estrechó contra su cuerpo con una elegancia de caballero extinguido que ella valoró positivamente. En la esquina, dudaron hacia dónde dirigir la marcha. Él la besó sin esfuerzos y ella se dejó llevar sin saber exactamente cómo había sucedido todo. No le pidió explicaciones. Faltaría más. Él tampoco se justificó. A ella le gustó esa manera mecánica de conducirla por donde él quería llevarla.

Cenaron frugalmente en un restaurante italiano, bebieron un vino de reserva que les dibujó una alegría natural que a ambos les agradó. Bebieron un gin tonic en algún bar de copas. Ya ninguno recuerda. Hicieron el amor en la casa de ella, un apartamento céntrico desde el que se veía la ciudad iluminada como un mundo ajeno a ellos. Se dieron las buenas noches con un beso de matrimonio feliz. A la mañana siguiente, volvieron a hacer el amor con una técnica depurada que a ambos dejó satisfechos de momento. Planificaron la jornada sin otro compromiso que estar juntos. Desayunaron leyendo los periódicos, caminaron por una mañana limpia y otoñal, y hablaron como si lo hubieran hecho durante toda la vida. En el fondo, es lo que hicieron desde entonces.

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