sábado, 12 de octubre de 2013

Nadie lo podía creer

Miró el periódico y no alcanzó a creer lo que leía. La necrológica hablaba de él mismo. Carajo, se dijo, si soy yo. Estaba escrita en un tono halagüeño. Eso fue lo que más le inquietó. Cuando hablan de ti bien, se dijo, es que esta vez sí es verdad que te vas de aquí para siempre. Era su propia biografía despiezada desigualmente: trozos de un currículum profesional nada envidiable pero, a lo que se deduce según su autor, encomiable y aprovechado; el perfil humano era recortado –llamémoslo discreto-, más o menos un ciudadano de buena disposición u entrega, de cambios de ánimo inconcebibles, amigo de sus amigos, enemigo de sus enemigos –entiéndase bancos, academias y demás instituciones, señoras casadas y otros acreedores-, agnóstico para la vida y para la muerte, algo bohemio pero poco soñador; discreto en el vestir, generoso en las horas de taberna y muy dado a la lectura de libros inútiles –no se incluyen manuales de autoayuda-.

Sin pensárselo dos veces, fue al quiosco de prensa, compró otros periódicos del día, los hojeó sin parpadear. En ninguno leyó su nombre. Se tranquilizó. Habría sido un fallo editorial –página reservada para otro día y publicada hoy por puro azar-, una inocentada –aunque no era 28 de diciembre-, un error lógico –los nombres vulgares se repiten con recurrencia-, una venganza –hay mucho hijoputa en este mundo (o en aquel, depende desde donde se mire)- o el propio destino que había adelantado la hora. Tiene cojones esto de morirse sin previo aviso., se dijo. Me sentaré a pensar cómo pudo ocurrir este incidente inevitable sin previo aviso.

Fue allí donde lo encontraron, en el mismo banco, entre un montón de periódicos leídos, tirado en mitad de los titulares de una actualidad marchita y con una sensación de estar vivo que se nadie creía del todo que ya estuviera muerto.

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