sábado, 18 de enero de 2014

El mundo es tan ancho

Prométeme que no me dejarás nunca, le pidió ella. No se lo pidió, se lo impuso. Ella era joven y de una belleza diferente y montaraz. No había otra como ella. Ustedes no saben, pero era distinta a todas. Tenía en los labios el pecado. El pecado es un decir, claro. Los labios gruesos y jugosos, como moras rosadas y húmedas, siempre húmedas. Se relamía los labios con la lengua para tenerlos siempre húmedos. Los ojos, muy oscuros, casi negros, o más que negros, con mucho brillo, grandes, muy grandes, como las mujeres árabes, y el blanco muy blanco, muy contrastados, vamos. Tenía los pechos altos y llenos, muy sensuales, no sabría decir.

Así que él se lo prometió todo, cómo no. Nadie hubiera podido resistirse a su empuje, a su presencia, a su mirada de loba descarriada, a su voz rota. Él le prometió que nunca se acercaría a otra mujer. Y así fue siempre. Ella hizo igual. Hasta que llegó aquel hombre. Nadie supo de dónde salió ni a qué vino. Pero a ella se le iba la vida cuando él estaba. Él era discreto, nunca le dijo nada. Era ella, que no podía vivir sin él. Algo le pasó muy adentro que la podía. Era un dolor muy pegado a las vísceras, creo. No es solo que lo quería. Más que eso, lo deseaba, nada más. Pero eso es casi peor.

Ella no podía contenerse en su presencia. El hombre, claro, la hizo suya. Tanto ponerse por delante que un día se la pilló. Y otro, y otro. A saber. Lo sabemos porque a ella le cambió la cara, le entró una nostalgia por dentro que ya nunca se le fue, como una enfermedad del alma, podríamos decir. Hasta que se fue. Un día, claro, se tenía que ir. Vino a hacer lo que fuera, y cuando lo hizo, se fue. De un día para otro. Ella no se lo podía creer. Desde entonces vivió esperándolo, sabiendo, eso sí, que nunca volvería. Tampoco le prometió nada. Fue el alma de ella, el alma de mujer que le podía.

Volvió a la casa, volvió a compartir cama con el hombre de toda la vida, con aquel hombre que le había prometido que nunca la abandonaría. Le pidió perdón. Le dijo que la perdonara, que no sabía qué le había ocurrido. Él, sí, la perdonó. Pero a ella no se le iba el otro hombre de la cabeza. Se despertaba con una tristeza honda que no podía ni quería ocultar. Y poco a poco se fue quedando más blanca y chuchurrida, se fue disminuyendo en ella misma. Tenía la piel cada vez más blanca y la mirada ausente. Fue perdiendo la voz y la poca alegría que le quedaba, que era ninguna. Él no quería abandonarla, porque se lo había prometido cuando eran jóvenes y felices. Y ahora que no lo eran, ni lo uno ni lo otro, el mundo le quedaba ancho y lejos para cambiar de lugar.

De modo que se quedó con ella, también sin alegría, y cuidándola de sus fiebres de amor. No le importó. Tal vea a su lado, entendía haber cumplido con su palabra, con la palabra que le dio, de que no se iría, de que nunca se iría con otra ni de su lado. Una promesa es una promesa, nos dijo un día, aunque ya no sirva para nada. Y parecía una excusa para no atreverse a cruzar el mundo solo a una edad en la que el mundo es tan frío y tan ancho.

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