viernes, 17 de enero de 2014

La despedida

Después, le dijo adiós. Como siempre hizo. Aquella vez, sin embargo, la despedida le sonó a acto definitivo, a relación concluida. En toda despedida siempre hay una mirada que anuncia el tiempo de espera. O bien no hay mirada, que viene a ser como una prolongación sin vida de un cuerpo yacente. Ella se quedó paralizada en mitad de la habitación. Intuyó, o supuso tal vez, que la vida le iba a dar un vuelco, que aquel hombre nunca más volvería. Hay sensaciones que solo el tiempo las confirma o las entierra.

En ese instante, no quiso pensar en nada. Abrió una cerveza muy fría y salió a la terraza. La noche era un congreso de estrellas de luminosas, una fiesta de luz tenue y acogedora. No había nadie en las calles y, de vez en cuando, algún coche rompía un silencio azul por las esquinas. No sintió dolor. Asumió, sin demasiada vacilación, el estropicio del momento y la posibilidad dulce e inquietante de dibujar el futuro a su medida, sin más objeciones que las que cualquiera, en sus circunstancias, hubiese asimilado. Sobre todo, sabía que a su lado había un espacio vacío para llenarlo a su antojo. Y eso le bastó.

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