jueves, 6 de febrero de 2014

El naufragio

Tan cerca no sé si es alguien distinto a mí. Porque siempre la supe no mía, sino parte de mí. Que no es igual. Aunque parezca lo mismo. Ustedes siempre lo miden todo por el mismo rasero. Pero no, no se trata de eso. Si ella no estaba, no vivía ausente. No como si estuviera en el limbo, o acogotado, sino fuera de mí. Ustedes piensan que estoy encoñado. Una vulgaridad, pero también qué jodido y qué bonito. Si es así, al menos, sé adónde quiero y dónde quiero estar. Ustedes, claro, vienen de vuelta. De un matrimonio hecho añicos, uno. De un matrimonio que nunca tuvo que ser, otro. De una dudosa tendencia sexual, uno u otro, una u otra. Y no pasa nada. Pero no se casen. Ellas, sus mujeres, pues igual. Se buscaron la vida. Aquí todos nos buscamos la vida. Cara de la moneda. Después, todos hacemos oídos sordos a nuestra posible duplicidad. Cruz de la moneda.

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Yo voy para allá, donde ella espera. Y espera a que regrese con la misma sensación encendida de que es posible seguir adelante juntos. Después veremos, bueno, dirán ustedes. El después también se construye, aunque suene a patíbulo o a sermón de iglesia. De momento, quiero ir para allá, donde ya saben que vivo. Lejos de las tormentas que desvirtúan la intención de las palabras y que nublan el paisaje con su olor a naftalina de aquellos que dejan para después las sensaciones ya marchitas, los impulsos que no vuelven con la edad deteriorada ni con intenciones recicladas.

Hay un tiempo antes, cuando la sangre arde, que pide candela. Después es otro el tiempo, la complicidad de una serenidad compartida y necesaria, imposible si antes el fuego no ha quemado la camisa y los sentimientos más hondos, incluso los huevos, si la expresión no estorba. El resto, ustedes, no lo saben, pero tampoco se puede explicar. Ahí es donde viene el naufragio.

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