lunes, 10 de febrero de 2014

Todos callamos

Después no dijo nada. Se apoyó en la barra del bar, pidió un whisky, sin hielo, y dejó las horas pasar. De hecho, lo había hecho muchas veces. Después de discutir, de intercambiar frases sin sentido, se dejaba vencer. Se quedaba semanas sin llamarla, pensando que acaso el destino le había reservado a ella mejor suerte que a él. Cada vez que esto ocurría, oía cómo se alejaban sus pasos, y pensaba siempre que aquella sería la última vez que la vería. Pero no. Estaban destinados a reencontrarse, y una vez juntos a reavivar el fuego de la discordia.

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Podríamos decir que era su manera de entenderse. Apagada la furia, él volvía como una fiera mansa al bar de todos los días a vaciar en cada vaso las disfunciones de su corazón quebrantado. Se había hecho a ella, a su pesar, como él mismo solía decir. Pero sin ella tampoco era nadie. Andaba perdido en aquel antro hasta que la veía entrar con su peligrosa juventud y su mirada de águila en acecho. Él la acomodaba entre sus brazos, impertérrito a los demás acontecimientos que vagaran a su alrededor. Era un ser condenado a estar a su lado, pero eso él no lo sabía. Nunca lo supo.

Cuando más entregado estuvo, ella ya alzaba el vuelo en otros circuitos y le levantaba la falda al mejor postor. Él nunca quiso entender que una mujer como aquella se suelta de la cuerda por muy firme que la aprietes. Pero él no tensaba ningún cordel. Un día se fue. Pero la última vez que lo vio, ella no dijo nada, cogió su bolso con gesto de haberlo hecho ya todo allí. Él se quedó apoyado en la barra. No tuvo valor para volverse y decirle espera, quédate aquí.

Nunca más volvió a hablar de ella. Tampoco nosotros sacamos nunca el tema. Sabemos por dónde se mueve y con quién anda. Y sabemos que aquel tampoco es su barrio. Es todo lo que sabemos. Pero callamos, porque él no quiere saber ni quiere decir. Así cree olvidarla, pero no lo consigue.

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