miércoles, 23 de abril de 2014

Siete días

Después de apagar sus fuegos interiores, como quien hace el amor por primera vez, se quedaba mirándolo con una admiración que no disimuló nunca, sin decir palabra y sin pedir nada, como si necesitara tiempo para restituirse a la vida de ahora. Después se acercaba a la cocina y le preparaba un gin tonic como a él le gustaba a esas horas: con mucha ginebra y media rodaja de pomelo.

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Venía prácticamente cada semana, a veces sin previo aviso, con olor a perfume dulce, y ataviada para la batalla del amor. Mientras desbravaba al hombre que amó desde siempre, le decía palabras que había ido pensado en los últimos siete días. A veces se ayudaba con versos de Stéphane Mallarmé o de Pablo Neruda, o bien componía frases propias que anotaba en una carpeta de reflexiones profundas y de recuerdos condenados al olvido.

También buscaba en enciclopedias paisajes que nunca vería y que ella le descifraba en un lenguaje común mientras agitaba su corazón como si fuese una coctelera. Otras, incluso, componía sus propias estrofas, desprovistas de metáforas, y tan directas que enardecían aún más su fogosidad de amante usado. Ella no le pedía nada a cambio. Le bastaba con su cita semanal y su fidelidad intermitente de esposo confundido.

Al final se despedía apenas con un beso y una frase de circunstancias, y calle abajo, buscando el aparcamiento de su coche, y dueña de una felicidad sin paliativos, comenzaba a planificar la próxima cita, como si el tiempo hasta entonces nada más fuese un paréntesis en el tiempo imposible de atravesar.

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