miércoles, 13 de agosto de 2014

El espejo

Ella, que ama el verano y el mar, rehúye los rayos de sol. Le gusta lucir una piel blanca y melancólica, descatalogada de modas estivales. Le gustan los trajes de seda que le caen y contornean su cuerpo. Por eso, le gusta dejar las tetas sueltas, para perturbar a intrusos y seducir a enamorados. Ayer, frente a un espejo ustorio, veía los rayos de sol reflejados en un solo punto, la luz concentrada como por arte de birlibirloque en un foco.

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Ella prefiere el espejo de alinde, que en su superficie cóncava agranda y mejora la imagen proyectada. Por eso, ella pone las tetas en mitad del espejo cuando nadie la ve y el espejo le devuelve dos tetas enormes que ella quisiera para sí misma y que sus amantes no añoran, porque prefieren las redondeces perfectas de esas dos perlas que les empitonan los sueños.

Ella, que siempre mira al espejo o a ella misma –que vendría a ser lo mismo- se ve muy bien acompañada con un hombre del brazo, pero prefiere la imagen de ella sola caminando por el paseo marítimo. Marcel Proust que la ve y se inspira en ella para describir a un puñado de muchachas en flor cuando corren por la playa. Ese es uno de sus sueños preferidos. A ella le gusta la literatura traducida al presente, impostada desde un tiempo remoto y fugaz a sus sueños de cartoné y filigranas.

Se mira al espejo y es ella misma. Pero, cuando despierta, no se reconoce. Achaca la jaqueca a una mala noche, a un sueño desbarajustado, a las torpezas de un amante equivocado. Es entonces cuando cierra los ojos para volver a la realidad que no le devuelve el espejo.

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