martes, 12 de agosto de 2014

Oteando la ciudad

Subió a la azotea, desde donde cagan los gorriones, a otear la ciudad en días de estío, y era un lugar muerto: antenas de televisión, copas de árboles, tejados repetidos de edificios colindantes y lejanos, nidos de golondrinas. Tal vez, en su inmensidad, el vacío se extendía a lo lejos, único espacio sin alambradas en este mundo de fronteras, el aire libre a ras de un territorio acotado, inerte, sombrío. La ciudad, observada desde esta altura, no es tierra firme, tampoco es el cielo azul.

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Más bien, un espacio intermedio, un lugar de nadie, deshabitado, donde no hay altura para que los aviones planeen sin quebrar las tejas sueltas de los tejados, ni proximidad para quemar las suelas de los zapatos de cualquier vagabundo. Ahí, donde crecen desordenadas las antenas por encima de nuestras cabezas y las cigüeñas se reproducen a su antojo, alguien mira un viento ligero que divide el asfalto y el aire en dos mundos irreconciliables.

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