jueves, 21 de agosto de 2014

El río

La oía triscar entre los chinarros que iban al río, moviendo sus caderas en un baile improvisado e inusual, con una alegría exuberante e inocente y una mirada pudorosa que no concordaba con su ritmo de alacrán confundido. Allí, entre pinos mediterráneos y eucaliptos de industria de celulosa, se desnudaba sin importarle que algún vigía camuflado se tropezara de golpe con su cuerpo de infarto.

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Después se zambullía en un agua transparente que no escondía sus encantos más íntimos y, desde allí, como náufrago insistente, me pedía que no fuera cobarde, que fuera a por ella, que me sumergiera a compartir ese juego nunca resuelto de niños ya crecidos, chapoteando por doquier hasta que la fatiga nos pudo, y allí, entre la hierba y el gorjeo de los pocos pájaros cantores que aún no han acabado en la cazuela, procedimos a ejecutar, con pericia y suficiencia, las acrobacias de una pasión ahora prácticamente desfondada.

Tal vez -habría que advertir-, no cabría denominarlas como tales acrobacias, aunque sí movimientos provechosamente ejecutados en un tiempo prolongado y nada desdeñable. Después abandonamos el lugar, dejamos el río en el mismo lugar y a los pájaros entregados a su concierto de especies en extinción. Ya en la ciudad, ella me confesó que la cama es más cómoda para llegar a conocernos más a fondo, pero que ya le aburre hacerlo con un fondo de jazz de cualquier tugurio de Nueva Orleans. Y que, claro, quiere conocer nuevas experiencias. Con río o sin río. Con pájaros o sin pájaros.

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