viernes, 22 de agosto de 2014

Los efectos de la memoria

No hay nada que objetar a su actitud. Eso dice él. La vio subir al taxi, le dijo adiós con la mano. Ya habían hablado antes. Así que no dijo adiós. El taxi subió la avenida en dirección al aeropuerto. Él no esperó a que se perdiera a lo lejos. Entró al bar, sin tristeza y sin futuro. Como ahora está. Sentado, con un vaso de whisky en la mano.

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Tampoco espera. Muestra una alegría fingida cuando ríe sus propias ocurrencias y una mirada cóncava cuando suelta un aforismo sin pretensiones. Esgrime grandes verdades en las que no cree. Lo hace por afianzarse en una firmeza que nunca fue una de sus virtudes ni tampoco una de sus metas.

No conoce la melancolía, ni el olvido, ni la constancia. Intenta descodificar dentro de sus riñones las claves de su desconcierto. Y no lo consigue. Mira el vaso del que no bebe. A veces, sencillamente, se dice, es cuestión de esperar. De tenerlo claro. Así lo dice, como quien deja caer una verdad monda como una manzana. Tiene monda la cosa, se dice. Le gusta jugar con las palabras, mondarlas como frutas, degustar su pulpa, estrujarlas con la imaginación, mirarlas del revés, como mira la vida a veces.

A veces, también, se le viene a la cabeza la imagen de un taxi subiendo por la avenida y el perfil de una mujer a la que ama: hermosa, soberbia, enigmática, lejana. Mira a través del vidrio del vaso y ve su imagen desdibujada, saboteada por los efectos inmisericordes de una memoria marchita y dúctil.

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