lunes, 25 de agosto de 2014

El tren

La gente pasea por la calle, sube al autobús, espera un tren. Da igual. Este hombre, sin embargo, observa qué hace la gente. No le gusta pasear, no subirá a ningún autobús y no espera ningún tren. Tampoco espera nada en la vida. Pero que nadie se confunda. No es un ser infeliz que cruce las calles ciego como una plañidera o que pretenda adivinar el día del fin del mundo. Para nada. Va de sus cosas a sus dudas, de sus deudas a sus privaciones, y de sus añoranzas a su gratitud por todo cuanto ha acontecido y que él vio con sus propios ojos.

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En su vida amó a una sola mujer, a la que un día abandonó por miedo a que la flor del encanto se marchitara de tanto tocarla. Así que, después de su fuga, ella se dejó manosear por cualquier Casanova de medio pelo que se encontraba en mitad de la noche. Ella no le reprocha nada. Fue feliz con él como una niña indefensa y ahora que no está malgasta las horas atendiendo a los instintos más primarios, que siempre son los primeros, se dice ella.

Él, por el contrario, goza de un celibato inconcebible. Antes de conocerla a ella frecuentó prostíbulos de lujo, bares de copas hasta el amanecer y otros tugurios de amores efímeros y placeres caros y efectivos. Hasta que la conoció a ella. La amó más que a nadie en el mundo y, cuando la abandonó, sabía que no encontraría otra mujer igual. Le dio lo mismo, pues para entonces había dejado a un lado todos los placeres terrenales para refugiarse en una religión propia que le satisfacía en sí misma, sin más dioses que su propia voluntad de observar la vida sin regañadientes, pletórico del verdor vivido en su adolescencia y juventud, y plenamente satisfecho de una existencia de la empezaba a no entender nada.

Por aquellos días fue cuando descubrió que, cada vez que llegaba el tren, la gente se alborozaba al subir o al bajar al coche, al saludar o abrazar a un conocido o pariente, a un amor trasnochado, a alguien que hasta que nunca conoció hasta ahora. Viene cada mañana, y en esa alegría ajena percibe su propia alegría sin saber bien por qué, como si esperara a alguien que nunca acaba de llegar del todo. Pero esa sensación lo mantiene vivo, sin la necesidad de recurrir a recuerdos usados que lo bañan en una melancolía pastosa de la que huye por simple vocación práctica. Le basta con esperar un tren, cualquier tren, al que nunca subirá.

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