sábado, 18 de octubre de 2014

Mirando el mar

Estaba quieto mirando el mar. Lo hacía a menudo. En otoño la playa estaba sola, como él. Todos habían huido a la ciudad. Él pensaba que también las gaviotas huían a la ciudad. Como ellos. Buscándose la vida. Unos y otras, sonreía al pensarlo, son aves carroñeras. El mar tiene en otoño su propia soledad, una soledad que parece no querer compartir con nadie.

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Pero este hombre, también solo, se siente parte imprescindible del paisaje. Él escruta esta soledad compartida y sabe que este mundo de nadie no tiene dueño. Es el espacio vacío que nadie habita cuando las olas rompen la armonía de los días de estío y el cielo nublado, cuando amanece, se precipita sin intenciones adonde el viento, encaprichado, propone.

Él está quieto, mirando el mar. Cuando mira así, ni siquiera él sabe adónde mira. Tiene la mirada perdida y fija. Acaso en ese punto indefinido donde no puede poner los pies. Y es inquietud le perturba, pero también le devuelve una extraña sensación de serenidad anhelada. Porque adonde ya no puede llegar, con la mirada imagina y construye la vida que no le queda.

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