domingo, 26 de octubre de 2014

Verdes valles, colinas rojas

Ella imaginó un futuro sin fisuras, ancho y rojo como un campo de amapolas, salpicado de manchas verdes y tostadas, que se precipita sin límites al río, y lo atraviesa, y lo olvida. Imaginaba palacios amurallados, y en su interior un salón de espejos donde descalzarse y bailar sin tregua baladas y valses, sola, llevada por un viento apagado que ella violentaba a su antojo. Desde sus altas ventanas divisaba un jardín cuidado en el que ella se perdería cada mañana. Pero eran sueños hueros, que no compartía con nadie, por sofisticados y ambiciosos.

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Él, por el contrario, le prometía un presente estrecho y austero, pero real, sin más condimentos que un corazón entregado y tenaz. Él amaba los días vividos y los que tenía por delante, pero nunca alcanzaba a entender los días de la semana venidera. Le parecía un abismo inasumible y lejano. Le bastaban el día de mañana hasta que anochecía y el tiempo pretérito que ya murió. Gestionaba sueños de menor alcance que ella, ilusiones de andar por casa, ambiciones parcas y llevaderas, compromisos asumibles. En él no había otra posibilidad de futuro que ver amanecer cada día. Que no era poco, se decía sin que nadie le preguntara.

Ella vivía más allá, tal vez en un mundo inexistente, pero también posible. Cada mañana miraba las huellas del camino, y se preguntaba hacia dónde aquel vagabundo dirigiría sus pasos, a dónde llevaría aquel trecho de tierra prensada. Sabía, eso sí, que algunos senderos conducen a ninguna parte. Pero ella, tan joven y lozana, rechazaba sin paliativos tal posibilidad.

Él no le decía nada. Esperaba pacientemente a que los días fueran más benignos. Ella miraba cada mañana las huellas del camino. Se quedaba pensativa, dormida con los ojos abiertos, y los sueños se le escapaban como pájaros revueltos. Más allá, donde su mirada no alcanzaba, el campo seguía siendo inmenso. Como escribiera Ramiro Pinilla, un campo de verdes valles y de colinas rojas.

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