viernes, 26 de diciembre de 2014

Yo, que nunca amé

De vez en cuando me gusta leer o releer textos de la periodista argentina Leila Guerriero. Me gusta cómo explica qué es, para ella, el periodismo narrativo. Y qué es necesario saber o ser para ser buen periodista y qué otras tantas cualidades son prescindibles para escribir una crónica con fuelle. A ella le gusta citar a los autores que ama. Prácticamente en todos coincidimos. Hojeando estos días Zona de obras, un libro en el que recopila ensayos, conferencias y columnas, encuentro un fragmento del escritor norteamericano Barry Hannah del que subrayo esta frase: “Yo, que nunca amé salvo demasiado”.

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La he vuelto a leer y releer, la he memorizado, la he anotado en ese libro que nunca publicaré y que contiene frases de otros autores, párrafos que hubiese deseado que fuesen míos, fragmentos inconexos, únicos, duros y frágiles al mismo tiempo. “Yo, que nunca amé salvo demasiado”. Repito estas palabras que ya son mías, que siempre lo fueron y alguien, tal vez un escritor norteamericano, me robó en un descuido, mientras bebía o miraba sus ojos, o hacía ambas cosas al mismo tiempo. Miraba los ojos de esa mujer y sus ojos me llevaron inevitablemente a esta frase.

La leo y me veo a mí y a ella frente a frente, y a un lado un escritor llamado Barry Hannah que nos mira y escribe en una servilleta la frase que me ha expropiado sin decir palabra. Sale del bar, y yo sigo mirando a esta mujer, pero ya no hay magia entre ambos. Tampoco sé si la hubo. Es como si a la noche le faltara una sola frase, una frase sola, abandonada en una servilleta de papel, apócrifa, inútil ya para siempre.

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