lunes, 6 de abril de 2015

La felicidad

Le gustaba la prosa de Jeffrey Eugenides, su ritmo pausado, amable, y sin embargo pleno de intriga. Le gustaba la elegancia de sus frases, sus historias tan humanas como extraordinarias, su visión tan personal del mundo, su capacidad para retratar y huir al unísono de una realidad que mostraba absurda y hermosa a la par en cada una de sus páginas. Había leído que John Banville comparaba su primera novela, Las vírgenes suicidas, a El guardián entre el centeno, en el sentido de que debería significar para nosotros lo mismo que aquella novela de Salinger representó en aquellos confusos años noventa.

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Escribía Eugenides que no llegó a entender jamás de su país por qué la gente se empeñaba en ser constantemente feliz. Él hallaba la felicidad entre los libros y aquel derroche de energía y de plata para apagar la apatía de la propia existencia le parecían una dedicación inútil y una vocación equivocada. Cuando en una reunión alguien comenzaba a hablar de felicidad, él se levantaba de la mesa y andaba las calles de la ciudad respirando un aire nuevo. Ese empeño ineficaz por conquistar la felicidad le cansaba. Es más. Pensaba que siempre acometían el tema quienes más extraviados andaban en su misma identidad.

Él nunca pretendió llegar tan hondo. Le bastaba con sus libros, un trago a media tarde cuando el sol se pone, un amor de usar y tirar cuando la ocasión se lo permitía o el destino le era benévolo y leal. Cuando se volvía profundo recurría a la prosa de Jeffrey Eugenides. Ya oxigenado, pensaba que igual perseguir a la felicidad podría ser un entretenimiento disuasorio con que solventar otros vacíos. Eso sí, cuando comenzaba a enfangarse con tanta retórica, volvía a plantearse por qué la gente constantemente se empeña en ser feliz y no lo consigue. Juegos de palabras, concluía. Y eso le bastaba.

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