miércoles, 27 de mayo de 2015

El tiempo

El tiempo, por momentos, se diluye en sí mismo, se simplifica en una sola expresión. El tiempo, cuantificado, cabe en el capítulo de una enciclopedia, en el instante de una noche que se reduce a cenizas a la mañana siguiente. El tiempo nunca es un recuerdo ni un anhelo, nunca está si bien tampoco deja de ser. Se circunscribe a una palabra y abarca toda una vida, con sus secuelas y sus abrazos, con sus fracasos y sus dudas. El tiempo se queda a una lado cuando nos olvidamos de él, se muestra chiquito a un lado, callado como un perro, siempre a la espera como un perro.

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De vez en cuando ladra al viento, y sabemos en su actitud de vigía insobornable que el tiempo a veces es huracanado y abre ventanas y rompe árboles, y en su carrera por ir a ninguna parte deja a su paso una cadena de catástrofes sin cálculo. Nadie se atreve a medir su intensidad ni a reducir su área de influencia, pues en esa tierra de nadie, donde el tiempo no existe, no se mueve el mar, ni las hojas de los árboles transforman las mañanas de un otoño cualquiera en un espacio sin identidad. Allí, donde el tiempo no habita, la soledad impone su presencia de dama trastornada. A lo lejos, alguien, que no dice su nombre, camina por el vértice de la sospecha, ese lugar que todos arrasamos para guarecernos cuando la noche avanza inexorablemente como una manta de fuego acabado.

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