viernes, 24 de julio de 2015

Ayer

Ayer le parece un tiempo lejano, un lugar inasequible, un enigma próximo y a la vez distante y distinto, indescifrable. Ayer no es solo un día acabado. Ayer no es tampoco un tiempo colindante con el ahora que ya está muriendo, porque el ahora es parte, tal vez, de un ayer que nace crepuscular y que languidece conforme la tarde se pone turbia y se diluye en el aire que ya ella no respira. Teme a cada momento efímero como si en él se fuera la vida a porciones. Sabe, en el fondo, que la vida se consume cachito a cachito, como si fuera el estribillo de una canción repetida hasta la saciedad.

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Y después los recuerdos se confunden levitando en el aire, las vivencias de otra vida en la memoria, pero sin fechas, sin ubicación concreta, como si hubieran ocurrido en otro lugar y en otro momento, como si le hubiesen ocurrido a otra persona, o todos compartiéramos un momento común que, en su día, fue de cada cual. La memoria, se sabe, o ella lo sabe, no tiene soporte, ni fecha de caducidad, ni datos concretos y fiables que permitan catalogarla y depositarla para siempre en estos o aquellos anaqueles.

La memoria vieja, como el queso viejo, se viste de un moho que la transforma y confunde, y en esa metamorfosis imposible que cada cual maneja a su antojo, ella vive –vivimos todos- aquel momento camuflado en las entrañas y reciclado a su antojo –a nuestro antojo-, para que no desdiga de un entorno que se muestra tosco al cambio e incapaz de amoldarse a cualquier capricho. Ayer -se dice ella en lo más hondo-, cuánto hace de aquello.

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